Cosme Marina

Crítica

Cosme Marina

Un "Fausto" (pasado) de moda

Una versión desigual con un apartado musical correcto, un elenco con más luces que sombras y la puesta en escena como punto débil

El "Fausto" de Gounod es una de las obras más populares y, por tanto, representadas de la ópera francesa. De hecho, en el Campoamor ya sube a escena desde 1893, un año después de la inauguración del teatro. Estamos ante un título de paso que avanza en algunos aspectos sin soltar aún del todo las convenciones precedentes; en cierta medida una obra llave en la evolución de la lírica francesa, en la década central del siglo XIX. Es una partitura llena de altibajos, con pasajes muy bien construidos que conviven con otros no tan bien hilvanados; vocalmente es de gran exigencia y requiere asimismo una puesta en escena que la haga creíble y se desprenda de un tono artificioso y grandilocuente que es uno de sus mayores defectos. Wagner, que no era un compositor amigo de dar satisfacciones -sobre todo a los demás colegas- la calificó como "un ejemplo de obra desmañada, desagradable, de una vulgaridad nauseabunda y una afectación postiza". La exageración es tremenda, pero hay en ella un cierto resquemor por el tratamiento que los libretistas -Barbier y Carré- dieron a la creación de Goethe, venerada en el ámbito germánico.

Por todo ello, y por más factores, "Fausto" es una obra complicada de sacar adelante con garantías. En Oviedo no se representaba desde 1999 y en su regreso no le acompañó plenamente la fortuna. La velada tuvo momentos estimables y el mayor foco se centró en el elenco que resistió frente a una puesta en escena errada. Musicalmente la versión fue correcta, sin más alardes. En este sentido, el trabajo de Álvaro Albiach al frente de Oviedo Filarmonía fue solvente, pese a que no todos los instrumentistas funcionaron como debieran -trompas y algunos metales de esta formación deberían hacérselo mirar, porque lo extraño es asistir a algún concierto o representación lírica en la que esas familias orquestales funcionen con normalidad-. Salvo algún desajuste en el primer tramo con el coro, la labor concertadora de Albiach fue muy buena, posibilista. Más no se le puede pedir con los mimbres con los que contó. El coro de la Ópera de Oviedo tuvo una prestación adecuada, que fue creciendo según avanzó la velada, aunque le costó arrancar.

Sin ser un elenco impecable, las luces del mismo fueron, afortunadamente las que dominaron la velada, convirtiéndose en el auténtico pilar de la misma. Stefan Pop cantó un Fausto de emisión potente, si bien un tanto destemplada y ruda. Se agradeció su energía, pero le faltó empuje para dar al personaje su carácter ambivalente en plenitud. Mejor parado salió Mark S. Doss como Méphistophélès. El bajo-barítono norteamericano exhibió voz rocosa, bien timbrada y rotunda; perfiló su intervención con acero dramático y se convirtió en uno de los triunfadores del estreno. El otro intérprete que convenció de manera clara fue Borja Quiza como Valentín. Quiza siempre ha saldado con éxito sus compromisos en Oviedo y esta vez no fue una excepción. Aúna a una prestación vocal impecable una vis dramática de entidad, lo que aporta especial credibilidad a sus interpretaciones. Fue la suya una de las intervenciones más acrisoladas de la noche. Quien tardó en encontrar acomodo fue Maite Alberola como Marguerite. Le llevó tiempo entrar en el papel, algo lógico al ser su debut en el mismo. Alberola es una soprano de voz refinada, que canta con especial sensibilidad, exhibiendo un centro carnoso, rico en armónicos. Sin embargo en la primera parte su prestación fue demasiado ajustada en el registro agudo, al que le faltó brillo en ocasiones, algo especialmente evidente en el aria de las joyas. En el último acto, de tono más dramático, ya consiguió llevar su canto a la altura de sus posibilidades. Seguro que irá a más en el resto de las funciones. Bien el Wagner de Pablo Ruiz, correcto el Siebel de Lidia Vinyes Curtis y con la eficiencia en ella habitual la Marthe de María José Suárez.

Queda para el final el punto más débil de este "Fausto", la puesta en escena de Curro Carreres que no funcionó plenamente, al menos ante las expectativas previas que había despertado. Vaya por delante que Carreres es uno de los directores de escena españoles de interés, que siempre tiene algo que decir en sus propuestas. Aquí el punto de partida es ingenioso y prometedor. La acción se lleva al mundo de la moda -hay desfile y DJ en la "kermesse" y una especie de aquelarre "fashionista" en un cementerio la noche de Walpurgis-, el propio diablo es un trasunto negro de Karl Lagerfeld y hay citas a otras celebridades del mundo de la moda en personajes como Marthe. Todo esto, reitero, es una buena declaración de intenciones. El problema está cuando las ideas se llevan a la práctica. Y aquí su traslación es pobre y de corto vuelo. Como indicaba anteriormente, la obra está llena de altibajos y lo que precisa es de una dramaturgia vigorosa que cubra esos vaivenes y dé fluidez dramática a la trama argumental. Lejos de conseguirlo, cada escena cerrada dibujaba postales inconexas, más pendientes de buscar un efecto visual que de conseguir un trabajo dramático de cierta profundidad. Ni luces, ni vestuario, ni la pobretona escenografía -qué mal las lonas colgadas, por poner un ejemplo- lograron sumar. Y de hecho, toda la primera parte dejó un poso de tedio, consiguiéndose tras el descanso los mejores momentos, especialmente en el impactante final, con el coro ubicado en los laterales del Anfiteatro, en un efecto mágico y que cuajó un final con una poética que no se logró en el resto de una apuesta bienintencionada pero fallida. Si lo que se buscaba era algo rompedor, no hay nada peor que quedarse a medias. Da la sensación de que hubo miedo a ir más allá. Y estoy seguro de que más repensada esta propuesta podría tener otro calado, y también, sin duda, con más medios económicos a su alcance. El premio fue un contundente pateo de una parte significativa de los asistentes y no por escándalo, que no lo hubo en ningún momento, sino por desacuerdo legítimo con lo que se les proponía desde la escena. Percibo desde hace tiempo una obsesión continúa por lo moderno en la Ópera de Oviedo. Es casi una consigna, una religión. Y la "modernez" compulsiva es peligrosa porque acaba derivando en petardeo. La ópera como género merece un planteamiento más ambicioso que no pasa necesariamente por ser el más atrevido de la clase. Nada hay más decimonónico que la necesidad de "être absolument moderne". Ya lo fue Rimbaud en su momento y bien ideal ¡hace bastante más de un siglo!

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