Las ruinas del amor

El director Howard es tan listo que funciona incluso con sus tramas increíbles y sus sorpresas aún más increíbles

¿Te lo pasaste bien con la versión americana de "House of cards"? ¿A que te sorprendía su ritmo o la capacidad de Kevin Spacey para conspirar con tal de llegar al poder? Pues ya lo siento. Según contaron hace muy poco los medios norteamericanos, la serie no fue construida narrativamente por los guionistas. No: en Netflix se estudió un logaritmo basado en sus anteriores ficciones y se decidió con los resultados en la mano cómo debería estar organizada la serie (sus sorpresas, sus momentos álgidos, sus dramas) para que gustase al mayor número de espectadores posible. Vamos, que ya no somos especiales: no ponemos a otros a pensar guiones que nos atrapen. Ya lo puede hacer una máquina y nosotros o participamos como creadores que escriban/dirijan sobre la partitura escrita o como público condicionado como el perro de Pavlov. Lo mejor es no es hace falta alarmarse: no pasa nada. Al final, las series o películas masivas siempre han seguido unos estándares dictados por las productoras a partir de sus estudios. Resumiendo: se trata del dinero y, así los detallan Balló y Pérez en su ensayo "La semilla inmortal", los arquetipos y las narrativas nos llevan acompañando casi desde que nuestra especie apareció por aquí, desorientada.

El gran reto de Ron Howard es tener esa partitura ya escrita pero no por una máquina, sino por un señor que se llama Dan Brown y que, a veces, parece que funciona como una máquina. Esto se llama adaptación y después de "El código Da Vinci" y "Ángeles y demonios" sonaba inevitable que dirigiese la tercera parte de las aventuras de Robert Langdom. La serie de Brown siempre trata de una amenaza global, de una apocalipsis, a la que se enfrenta el profesor de Historia: en este capítulo toca la posibilidad de un ataque químico que acabe con miles de millones de personas. Tras dirigir la innecesaria "Eight days a week" sobre la relación de los Beatles con los directos, despacha "Inferno" por el manual. Esto no puede molestar a nadie porque Howard es tan listo que funciona hasta en sus tramas increíbles y sus sorpresas aún más increíbles.

Tom Hanks sabe perfectamente cómo controlar a su personaje porque entiende que él importa poco. Lo central de la película se encuentra en su mecano de persecuciones, viajes y sospechas: en el fondo, unos mecanismos que no piden de ningún ordenador para desarrollarlos en cine porque solo se necesita: 1) ver tres o cuatro películas de Hitchcock, 2) un mínimo de talento y 3) mucho dinero. Cuando el personal se escandaliza y nombra a determinadas ficciones como "cine de palomitas", o "blockbuster", o "película de gran estudio", o "serie construida por ordenador" dan a entender que únicamente se debe vivir del arte y ensayo. Yo necesito los dos tipos de droga para seguir yendo al cine.

Creo que "High Rise" de Ben Wheatley, basada en la novela de J. G. Ballard, me entretuvo y no se me olvidará nunca. Creo que "Inferno" de Ron Howard, basada en la novela de Dan Brown, me entretuvo y se me olvidó nada más salir del cine.

Después de nosotros entra en los territorios siempre inhóspitos de la pareja rota, de los sueños que una vez fueron comunes y ahora son cascotes de una convivencia desmoronada. El cineasta belga Lafosse se rodea de un reparto excelente (Bérenice Bejó y Cédric Khan sobre todo) para recluirse en un escenario que llega a ser agobiante y allí mostrar una autopsia sentimental sin contemplaciones, un poco a la manera desgarradora de Woody Allen en la estremecedora Maridos y mujeres. Atrapados en un callejón sin salida (la crisis económica les obliga a compartir techo aunque entre ellos ya solo hay rencores y cuentas por ajustar), los antiguos esposos son esclavos de una situación indeseable en la que salen a la luz sus sombras más tóxicas, soltándose verdades como puñetazos y, sin llegar a la virulencia de La guerra de los Rose, lanzando andanadas demoledoras en todas direcciones sin que ninguno de los personajes tenga ventaja en cuanto a la simpatía que puedan despertar.

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