Los funerales de los pobres

Dura como un gancho de izquierdas, "Yo, Daniel Blake" es un alegato contra las políticas neoliberales

"No soy un usuario, ni un consumidor, ni un cliente. Soy un ciudadano. Ni más, ni menos". Esta orgullosa reivindicación del protagonista de Yo, Daniel Blake, la última película de ese joven cineasta octogenario que es Ken Loach, sintetiza en gran medida el espíritu del filme: Aspero y necesario como un trago de bourbon, duro y contundente como un gancho de izquierdas. La historia de Daniel Blake, un carpintero que tras sufrir un infarto se ve atrapado por una kafkiana burocracia que le aboca a la indigencia, es un alegato de primer orden contra las políticas neoliberales del gobierno de David Cameron y sus antecesores, que han derivado en un sistema deshumanizado, que proscribe la empatía y expulsa a los pobres. A través de la epopeya de Blake y su amiga Katie, una madre soltera de dos hijos a la que reducen el subsidio por llegar tarde a una cita, Loach y su guionista, Paul Laverty, arman una enmienda a la totalidad del programa de recortes de Cameron y del sistema de empleo británico. Porque Yo, Daniel Blake, no nos engañemos, es, como toda la filmografía de Loach, cine militante. Y no sólo no lo oculta, sino que presume de su condición. Esto lleva a Loach y Laverty a algunos pequeños excesos, algunos brochazos en el lienzo, en su afán por plasmar la progresiva degradación de Daniel y Katie, a quienes el sistema obliga a humillarse una y otra vez hasta el agotamiento. Pero estos borrones no afean el resultado final, gracias principalmente a una dupla protagonista, con Dave Johns como Donald y Hayley Squires como Katie, entregada completamente a la causa del director, y a la pericia de Loach, que profundiza en la depuración de su estilo para no desviar la atención de lo que quiere contar, de lo que quiere denunciar. Amarga y entrañable como una reunión de exalumnos, Yo, Daniel Blake es, más que predecible, inexorable. Porque, por más que se pueda anticipar el devenir de sus personajes, en ese laberinto no hay puertas traseras ni otras salidas posibles. No, al menos, para los pobres, que incluso tienen que adelantar sus exequias para pagar menos. Lo más demoledor del relato, no obstante, es que este presente británico parece anticipar nuestro propio futuro. Y ni siquiera tendremos a un Ken Loach que empuñe su cámara por nosotros.

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