La guerra de los ultramundos

Los vistosos efectos digitales, el humor y el carisma de Cumberbatch compensan las carencias de una historia endeble

Hay superhéroes que nacen ya con superpoderes. A otros les llegan gracias a las desgracias. Y luego están los que se fabrican un completísimo catálogo de herramientas ultramodernas. Doctor Strange es una mezcla. Extraña, como no podía ser de otra forma. Al principio es un cirujano ególatra que solo piensa en su carrera y pasa de emociones. Un gran profesional con hielo en las venas. Cuando la vida le arroja a la cuneta se ve obligado a reconstruirse, pero no a la manera de Iron Man o Batman, gastando una fortuna en cachivaches con los que enfrentarse a los malvados. No, lo suyo es místico. Mágico. Astral. La fuerza del espíritu que puede curar lo incurable y convertir la mente en un arma de destrucción masiva. Dominar el tiempo para hacerlo avanzar o retroceder a voluntad y conveniencia, abrir agujeros en la realidad para aparecer al otro lado del mundo, crear armas arrojadizas o defensivas al instante. Lo más parecido a otros superchicos como él es una capa de levitación que, además, tiene sentido del humor. En serio.

Es el sentido del humor, bien conducido por un brillante Benedict Cumberbatch, lo que salva a Doctor Strange de caer en un pomposo fregado metafísico al estilo del Origen de Nolan, del que toma prestadas las imágenes de calles que se pliegan y despliegan o se descomponen como puzzles irreales y caleidoscópicas. Por fortuna, la parte "new age" de la historia no tiene tanto peso como para caer en el ridículo que a veces asoma a lo lejos, y lo que prevalece es la siembra de espectaculares secuencias (aquí sí está justificado el 3D) de peleas con y sin bucles temporales, persecuciones sobre fachadas tumbadas y destrucciones reversibles. Algo reiterativas, dicho sea sin acritud. Elogiada la indudable brillantez de los efectos digitales hay que añadir que Doctor Strange está lejos de dar un puñetazo encima de la mesa como sí hicieron el Batman de Nolan o Los Vengadores. Tras un arranque prometedor en el que se dibuja con trazos rápidos el personaje y su entorno llega la fase de aprendizaje y reconstrucción en el Nepal, y ahí ya empieza a oler un poco a refrito por más que Tilda Swinton se esfuerce por parecer misteriosa y sabia. Y para qué vamos a engañarnos: al margen de la vistosidad de los trucos digitales, el villano no tiene demasida enjundia, la historia de amor es un pegote y la pelea final con el supermalo tiene momentos que se acercan peligrosamente a una estética psicodélica con un punto hortera. Todo lo contrario de la escena realmente hermosa y conmovedora de Tilda y Benedict en la terraza con el tiempo congelado, sin duda el momento más bello de una película que se ve y se olvida con suma facilidad.

Compartir el artículo

stats