Pocas cosas en la vida resultan tan poco edificantes o dolorosas como el hecho de despedir a un ser querido. Sea o no sea familiar, la cercanía es un hecho que nos acerca y nos significa, nos identifica y provoca en nosotros sentimientos hondos e imperecederos. Tal vez sea la muerte un paso más en el maravilloso proyecto de la vida, pero incluso desde el punto de vista antropológico el reconocimiento de ésta constituye un ejercicio personal de aceptación no siempre sencillo.

Despedir a quien fuera uno de los iconos de la cultura reivindicativa y militante del siglo XX, un personaje imprescindible para comprender la ascensión de toda una generación, a saber, el canadiense nacido en 1934 Leonard Cohen, me supone un trago amargo y genera un vacío difícil de suplir ante la ausencia de nuevos modelos de compromiso musical en particular y cultural en general.

Dotado de un simplismo único -él mismo lo afirmaba en aquel discurso memorable al recoger el premio "Príncipe de Asturias" de las Letras en su 31.ª edición- "que con sólo tres acordes y su primera guitarra" se animó a escribir y participar de una suerte creativa que muy pocos han sabido construir a lo largo de una carrera brillante, plagada de éxitos y con momentos de claro oscuro que nunca teñirán un ejercicio de brillantez creativa único en la historia de la canción.

Pocos autores, Dylan como estandarte y cuatro más, han sabido conectar desde sus letras amargas, aciagas, preciosistas o irónicas, el devenir de una generación que contempló la derrota de la estupidez humana en las contiendas que sucedieron a la Segunda Gran Guerra y que se empleara tan a fondo para dignificar la condición humana y su compromiso.

Esos tres acordes construyeron no sólo su leyenda, sino que abrieron la puerta a infinidad de músicos en ciernes, imberbes que vieron en el canadiense no sólo un modelo -único por su vocalidad profunda, mistérica o espiritual-, sino un espejo en el que sucumbir a la tentación de agarrar el instrumento y fomentar la creación de nuevas letras; en definitiva, una literatura que aunque hoy ha sido reconocida con un Nobel para un contemporáneo cuestionado por toda la familia literaria mundial, es de calidad, y contiene, entre otras cosas, la autenticidad que la ficción no siempre consigue.

Esa autenticidad ha consistido en no plegarse ante nada, permanecer fiel a sus tres acordes, a sus creencias -siempre controvertidas, pero líbrenos Troilo o Pichote parafraseando a Benedetti- y militar una fe en la humanidad que no siempre se ha comprometido por igual con las causas de los que no tienen voz alguna.

Leonard Cohen ha escrito algunas de las canciones más bellas de la historia. Take this waltz, Suzanne, I'm your man, Take me to the end of love constituyen un legado preciosista cargado de locura, de inteligencia, de amor, de belleza y de generosidad.

Su pasión por Lorca o Whitman lo llevó a elaborar una poesía clásica y transgresora al mismo tiempo. De hondura sin ambages y cercana a la cotidianidad de sus contemporáneos más cercanos. Pero también de las estéticas alejadas y de las corrientes estéticas de las que nunca bebió y que nunca parecieron interesarle demasiado.

Sus discos son clásicos. Su uso de los sintetizadores a comienzos del XXI no hicieron sino demostrar que su voz y sus letras pueden conciliar con los nuevos lenguajes. Sustituyó su vieja guitarra por la electrónica y los coros femeninos que matizaban su singular voz plagada de acentos y guiños a la prosodia y al misticismo. Daba igual. Cohen ha llenado auditorios durante toda su vida y tan sólo la reclusión monacal -cosa de un tiempo, el suficiente para recuperar su confianza y la libertad creativa-, y a buen seguro que hoy se convertirá en un superventas para nostálgicos y la nueva generación de músicos independientes que tienen en Cohen algo más que un icono.

La pérdida, dolorosa insisto, irreparable y cruel, suerte final de cualquier ser vivo, no deja de ser una paradoja y una anécdota más de aquel que con su canción Hallelujah nos enseñó a todos que una sola palabra puede conciliar y reconciliar toda la humanidad. Que la simplicidad de su melodía hipnótica la convierte en una de las más versionadas de la historia.

Que su palabra, y su testamento, al igual que la cátedra de la Universidad de Oviedo impulsada con 50.000 euros del premio "Príncipe de Asturias", no es más que un reflejo, otro más, de quien vivió y regaló tanta vida a toda la humanidad. Este "end of love" es el comienzo de una leyenda y, tal vez, una excusa para volver el corazón hacia su música y su poesía. En buena hora.