Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Ese tío de Cuba que todos tenemos

La muerte de Castro resucita las historias de miles de asturianos atrapados por el comunismo en América

En el año 60, Antonio Díaz, Toni, decidió dejar su casa en una aldea de Bimenes. Decía que en España no había futuro. Había oído que en Cuba había trabajo para todo el mundo. Que en aquel paraíso, el que tenía un oficio, por humilde que fuera, triunfaba. Eso contaba a quienes preguntaban por qué se iba a Cuba, precisamente en ese momento. Y, también, para no tener que dar más explicaciones.

Todo eso era cierto. Pero había otra razón muy poderosa. Toni se había enamorado de su prima Sabina, una cubana hija de emigrantes españoles, a la que había conocido cuando ella vino para ver la tierra sus progenitores. Igual que Fidel viajó en 1992 al pueblecito de Láncara en Lugo.

Cuentan que Sabina era una mujer muy hermosa, vitalista, luminosa, que tenía todo el atractivo y el desparpajo de las mujeres del Caribe. Lo contrario de aquella Asturias rural, lúgubre, teñida de carbón. Sabina, claro, escandalizó al pueblo y enamoró a Toni. En aquella aldea de Bimenes nunca olvidarán los vestidos estampados y ceñidos que lucía y, lo peor de todo, los enormes puros que fumaba. Era la España de mujeres con mantilla, mirada al suelo y marido elegido por los padres.

Dolores, la madre de Toni, no podía soportar tamaño escándalo. Sus muchas lágrimas fueron inútiles. Alegó incluso que su amor era imposible, que eran primos, lo que entonces significaba poco menos que incesto. El más pequeño de su prole, el único varón de sus nueve vástagos, se embarcó en La Coruña rumbo a Cuba. El amor fue más fuerte que todas las advertencias. Fidel había entrado el año anterior en La Habana. Todavía estaba vivo el espíritu de renovación, de libertad frente a la dictadura de Batista, de esperanza en el futuro. A toro pasado, cualquiera ve que no era un buen momento. De hecho, fue uno de los últimos que emigraron a la isla.

Toni se instaló en La Habana. Aprovechando sus conocimientos de corte y confección, adquiridos en una academia de Barcelona, abrió una sastrería. Contaba con la ayuda de la familia de Sabina, ya entonces su mujer. Muchas horas de trabajo pronto convirtieron aquel taller de confección en un negocio próspero. Sus trajes a medida llegaron a causar furor en una capital aún muy señorial, colonial si se quiere, en la que no todos vestían de uniforme todavía.

De repente, las cosas empezaron a cambiar. Tras la fallida invasión de la Bahía de Cochinos en 1961, y la crisis de los misiles, en 1962, Fidel endureció sus políticas comunistas. Las autoridades nacionalizaron la sastrería de Toni, confiscaron todos sus bienes e impusieron una cooperativa. Sólo trabajarían para el Estado, no habría ni jefes ni empleados, todos cobrarían lo mismo. Como capitalista, por pequeño que fuera su negocio, fue enviado para su reeducación a los campos de azúcar, donde trabajó hasta la extenuación.

Y se hizo el silencio. Se interrumpieron las comunicaciones con la isla. Pasaron años sin que llegaran a España noticias de Toni. Ni siquiera se sabía si estaba vivo. Fue una época difícil. En la familia, no había otro tema de conversación. Su madre, Dolores, rezaba y lloraba. Su padre murió sin noticias suyas.

Mucho tiempo después, a finales de los sesenta, uno de sus cuñados empezó a recibir con periodicidad desigual cartas desde Miami: un sobre dentro de otro sobre. El de dentro contenía lacónicas misivas, escritas en clave, decía que estaba bien en medio de frases desconcertantes. La familia en España se reunía intentando descifrar aquellos disparatados mensajes. Al despistar a la censura, despistaba a todo el mundo. El sobre principal también contenía pequeñas cantidades en dólares. No se supo de quién era ese dinero hasta mucho después: ayudaba en Cuba a los familiares del contacto de Miami, y éste lo compensaba con esos dólares.

Pasaron años con esa misma rutina. Esperando y esperando aquellas cartas misteriosas que llegaban de forma irregular. De repente, en el año 74 llegó un mensaje muy claro. Pedía escuetamente que se le compraran en España dos billetes de avión para volver. Al parecer, el régimen de Franco había hecho gestiones para repatriar a un nutrido grupo de españoles retenidos en la isla, y tenía bastantes posibilidades de estar entre los afortunados.

Pudieron salir él y su mujer. La familia entera, unas treinta personas, les recibió en Oviedo en la casa de una hermana, donde vivía su madre, Dolores. Tenían muy mal aspecto, después de Dios sabe cuántas horas de avión y una noche entera de tren. Su vestimenta era anacrónica incluso para la España de los 70. Toni llevaba un viejo traje de gruesas rayas, como los que habíamos visto a los gánsteres en las películas, con una camisa blanca arrugada, sin corbata, y unos zapatos enormes muy desgastados. Sabina vestía un sencillo vestido raído, descolorido, nada que ver con aquel estampado con que la habían visto por primera vez. Llegaron sin maletas. Literalmente con lo puesto. Tenían cara de frío. Aquellas ropas serían suficientes para Cuba, pero en Asturias y en invierno permitían que el frío se instalara en los huesos. La aventura de las américas se había acabado para ellos.

Toni y Sabina se dejaron los ojos, la columna vertebral y los dedos cosiendo en aquella España ya camino de la democracia, pero maldecida por el paro y una crisis crónica. Con la ayuda de sus hermanas y sus cuñados, abrieron su propia tienda en el centro de Oviedo: Confecciones Díaz. Seguro que muchos la habrán visto al pasar. Les fue bien. Toni ya se ha jubilado. Vive solo y achacoso. Sabina murió hace años. Nunca quiso volver a hablar de Cuba. Se enfadaba si se le preguntaba por Fidel o cuando oía quejas de la situación en España.

No sé si estos días habrá seguido las noticias. Supongo que no. Debería llamarle, pero me resisto. Seguro que se enfadaría por recordarle a Fidel. Aunque ya esté muerto el tirano, la vida vivida por Toni, y por los cubanos, ya no hay quien la cambie.

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