Cuando una película llega precedida de un huracán de elogios el riesgo de decepción es elevado porque se crean unas expectativas que la realidad puede rebajar. Déjame salir da la vuelta a la historia típica de la hija que lleva a su novio a conocer a sus padres. Ella es blanca y él es negro. Y la amabilidad familiar (salvo el hermanito cafre, el menos falso de todos) va dando paso poco a poco a inquietantes detalles: algo huele a podrido en esa casa tan aparentemente hospitalaria. Mérito de Jordan Peele es, sin duda, construir su trama tenebrosa con mesura y sin prisas, soltando con inteligente dosificación los momentos en los que la confortable trama doméstica va mostrando sus grietas. Como todos sabemos ya de antemano que estamos ante una película de terror no hay grandes sorpresas aunque sí pellizcos inesperados.

Pero cuesta subirse al carro de los elogios encendidos cuando Peele apuesta por mezclar de forma harto arbitraria e incluso incongruente ingredientes que rebajan la potencia inicial. Toda la parte de la hipnosis es un poco ridícula (incluidos los flashes salvadores, los tintineos perversos y los tapones mágicos), y la irrupción de una comunidad que recuerda a los vecinos diabólicos de La semilla del diablo, las pesquisas tontorronas del policía y un giro que minimiza el trasfondo racista para escorarse hacia las villanías de la ciencia hacen tambalearse una propuesta sin duda atractiva con sus cargas de profundidad contra el racismo que invita a seguir la pista a un cineasta con buenas maneras, y que recupera el brío en un desenlace que sí tritura las previsiones del espectador para ofrecer una iracunda andanada a las bienpensantes proclamas de armonía racial.