Tino Pertierra

Lazarillo 2.0

Santiago Alverú llena de fuerza un potente selfie de un pijo idiota caído en desgracia en la España actual

Meten a tu padre en la cárcel por corrupto y qué pasa con tu vida de niño bien que no sabe qué es vivir fuera de la zona de confort. Una pesadilla. Te lo han dado todo siempre hecho y ahora te tienes que buscar la vida. Y la supervivencia proporciona extraños compañeros de cama: tú, que has sido siempre un muchacho pijo, terminas encontrando consuelo y apoyo en los brazos de una ardiente defensora de Podemos.

Selfie huele a actualidad candente pero, en realidad, habla de lo mismo que hablaba el Lazarillo de Tormes: pícaros, tragones, embaucadores, oportunistas, traidores en una sociedad donde los polos (de marca o low cost) se atraen. Idiotas a la derecha, idiotas a la izquierda. Y en el centro. De ahí que el formato de falso documental, aunque a veces chirríe un poco por forzar demasiado la presencia de esa cámara en los sitios más íntimos, le encaje como un guante a las pretensiones de Víctor García León, quien, después de la estupenda Vete de mí, ha tardado una década rodar su nueva película. Y que lo ha hecho con cuatro euros y liándose la cámara a la cabeza.

La propuesta es arriesgada porque nace de una voluntad de improvisar lo más posible, lo que aporta grandes virtudes y algún defectillo, como esa pérdida de fuelle que se atisba en la parte final y alguna reiteración innecesaria. Pero lo que predomina es el talento del director para arrancar frescura y naturalidad a las escenas sin olvidarse de llenarlas de púas que retratan y delatan a tantos tontos. Y, a veces, de fugaces destellos de emoción perturbadora que hay que buscar entre líneas.

Lo que hace de Selfie una obra admirable por muchos motivos tiene en el asturiano Santiago Alverú una baza asombrosa. No es posible imaginar la película sin él. Su personaje es odioso sobre el papel. Un tipo que es capaz de decir sin despeinar su flequillazo que "los ricos de verdad no roban". Un sujeto amoral que se mezcla con los manifestantes que protestan ante la mansión familiar para que no le reconozcan. Alguien despreciable en su trato con la empleada del hogar inmigrante ("Viene de un país muy difícil, hay que apoyarla") a la que luego acudirá sin rubor cuando las cosas se ponen feas. Un ser lamentable que no duda en aprovecharse de una chica ciega y de quien se ponga por delante.

Y, sin embargo, ese pijo sin vergüenza ni conciencia despierta, gracias al trabajo de Alverú, algo parecido a la compasión. No nos engañemos: es un tipo simpático pero desde el patetismo y la miseria, un ignorante que ha vivido en una burbuja irreal y contaminada por la vida sin sombras. Verle vagar por Lavapiés con su trolley, acompañarle cuando le echan del máster que hacía (y que no sabe explicar en qué consiste) o, sobre todo, esa genial escena en la que cuenta su agrio encuentro con su padre en la cárcel con figuritas de "Star wars", dan a su triste figura, mientras se hace selfies en mítines populistas a diestra y siniestra, un empaque dramático inesperado que tizna la película de una áspera y afilada melancolía muy quijotesca.

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