Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Lenguas y letras

Sólo cuidando la literatura puede preservarse un idioma

Cuando se discute sobre la convivencia del español y otra lengua minoritaria, se asegura con demasiada rotundidad que el español no necesita defensa. Con frecuencia, solemos oír que las que necesitan ayuda son las lenguas débiles, amenazadas por la imperante, por la del imperio. Hoy día, imperio en sentido figurado; antes, literal.

La dominante es aquella que usan los medios de comunicación, en la que se ejecutan los trámites de la administración y, sobre todo, en la que nos educamos. Lo que no implica necesariamente -los asturianos lo sabemos bien- que sea la lengua que hablamos en nuestra vida cotidiana. Sin duda el aforismo que mejor resume esa confrontación es aquel que dice que una lengua es un dialecto con un ejército y una armada detrás. La frase se atribuye al filólogo yidis Max Weinreich, quien la utilizó en el belicoso año 1945 para defender el idioma de los judíos errantes, que de persecución saben mucho.

No voy a escribir sobre el asturiano. Lo han hecho muchos y muy bien. Esta misma semana, el escritor Miguel Barrero -uno de los mejores narradores actuales en castellano- defendía con solidez la oficialidad de lo que antes llamábamos bable: "Los derechos no deben regularse en función de la demanda social". Casi a la vez, una amiga de la infancia de Bimenes, asturiano parlante, me explicaba cómo era contraria a esa oficialidad en base a dos razones: sería impuesta a un alto porcentaje de personas y no figura entre las prioridades inmediatas. Está todo dicho.

Contracorriente, quiero defender el castellano, amenazado, como se sabe, por el imperio de lo anglo, pero sobre todo por nosotros mismos. Hace unas semanas, tuve la oportunidad de visitar en Dublín The Writers Museum. Qué buena idea, pensé. ¿Por qué no es posible un museo de los escritores asturianos? Al fin y al cabo, la mejor defensa de una lengua es defender su literatura. Y nuestra literatura, nos guste o no, es abrumadoramente en castellano.

Me dirán que, claro, teniendo a Joyce, Yeats, Shaw, Swift, Stoker o Beckett es fácil montar un museo. No seamos modestos. Tenemos a Clarín -"La regenta" es nuestro "Ulises"- y, por si fuera poco, tenemos también a Pérez de Ayala, a Campoamor, a Casona, a Ángel González. Sí, ya sé que están la casa de Jovellanos en Gijón y la casa de Palacio Valdés en El Condado, y tiene mucho mérito mantenerlas abiertas, pero no es suficiente.

Falta en Asturias un gran museo de las letras, como falta un gran museo de las letras españolas en Madrid. ¿Adónde enviamos a un turista que nos pregunta dónde empaparse de Cervantes, de Quevedo, de Calderón, de Valle, de Lorca? Si se da la insólita casualidad de que se represente alguna de sus obras, al teatro; o si no, a la Biblioteca Nacional o a la Pérez de Ayala en Oviedo a ver legajos.

Dudo que el viajero se conforme con eso. El visitante en Dublín se emociona con el teléfono que utilizaba Samuel Beckett, la máquina de escribir que tiró por la ventana el dramaturgo Brendan Behan, los retratos insólitos de Joyce o la escalofriante primera edición de "Drácula".

Se dice que los anglosajones tienen un agudizado síndrome de Diógenes. No tiran nada, lo conservan todo. Encuentran una piedra, la catalogan, le ponen un cartel y levantan un museo. Nosotros cuando nos encontramos una piedra le damos una patada. Igual por eso conservan tan fuerte y tan sano ese inglés que cada día nos coloniza un poco más.

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