Tino Pertierra

Más allá del bien y del mal

Mucho adulto recuerda de su infancia cinéfila ese momento icónico en el que Darth Vader aparece por primera vez en pantalla. Ni Han Solo ni Luke ni Leia. Él. El villano al que final se le rompió el corazón como a cualquier padre que se precie por tener que enfrentarse a su propio hijo. Vader es a Star wars lo que la ballena asesina a Moby Dick. Su ausencia no ha tenido un recambio acertado. Y lo que ya era un indicio de El despertar de la fuerza se ha convertido en una aplastante realidad en Los último Jedi: Adam Driver, un actor de talento, no es un buen malo. En algunos momentos, y que no se me enfade nadie, resulta incluso ridículo. Rian Johnson, que viene de hacer un par de películas de lo más estimulantes y rompedoras, lo sabe y por eso le quita un peso de encima mandando la máscara de marras a freír espárragos galácticos, con una frase lapidaria además que le caricaturiza. No es el único golpe de humor con el que Johnson marca distancias con el servilismo hacia la marca Lucas: la reacción de Luke cuando Rey le da el sable láser en un momento que enlaza con el final de la anterior entrega tiene gracia, y el primer diálogo entre Poe Dameron y el general Hux a costa del apellido de éste parece un guiño grouchomarxista.

Servidumbres. Pero no nos engañemos: Disney permite alguna licencia a los directores que se suman a la causa pero si se pasan, los echa. Johnson, astuto como él solo, se pliega a algunas servidumbres que a los espectadores que no sean devotos de la religión lucasiana les siguen dejando fritos. Por ejemplo, la aparición de unos "monos" pajaritos que intentan despertar simpatía a la fuerza. O el inevitable despliegue de bichos raros en el casino. Por no hablar del momentazo el que Luke ordeña a...

Luke y Leia. Pero me estoy centrando demasiado en las debilidades de la película -a las que deberíamos añadir cierta escena chanante en la que Leia levita en el espacio- así que pasemos a lo bueno. Si J.J. Abrams disparaba al centro del corazón de los fans con una calculadísima puntería comercial en la, por otro lado, injustamente minusvolarada propuesta anterior, Johnson se esfuerza por dar un mayor empaque a otros personajes que habían quedado desdibujados. Sin pasarse de la raya, claro. Con evidentes huellas de El imperio contraataca en varias páginas del guión, Johnson parecequejarse del corsé galáctico en la escena en la que Rey se ve multiplicada una y mil veces. Los ingredientes siguen siendo los mismos aunque la temperatura del horno varíe o se cambien los aderezos: discípulos que deben aprender (aunque el entrenamiento en este caso de Luke a Rey se limite a un par de frases de calendario), parentescos sometidos a todo tipo de penalidades (que se lo digan a Han Solo antes y ahora a Leia), obligaciones mesiánicas (o revolucionarias, si se prefieren connotaciones más políticas que religiosas) y, claro está, el eterno sinvivir de los malos tentados de pasarse al lado de la luz y de los buenos que se sienten atraídos por la oscuridad. No vamos a ir de duros por la vida: tener a Luke y Leia juntos en el mismo plano es conmovedor, sabiendo además que las frases del guión parecen anticipar el adiós a Carrie Fisher. Mark Hamill nunca fue un gran actor pero la edad, la barba y el papelón mítico que le han escrito le protegen. Lo aprovecha bien, aunque hay un flashback dramatico en el que se le salen los ojos de las órbitas sable en ristre que roza lo cómico.

Fynn no funciona. A Los últimos Jedi le sobran, sobre todo, los minutos que carga a sus espaldas un personaje que ya estorbaba en la anterior: Fynn ( John Boyega) Además de hinchar la trama innecesariamente, su presencia, y la de Rose ( Kelly Marie Tran) parece impuesta por las normas políticamente correctas que obligan a cierta paridad de razas, ajuste loable pero mal ejecutado. No ocurre lo mismo con Benicio del Toro, una especie de Han Solo tartamudo y ligeramente pestilente (moralmente también) que con apenas unos minutos se hace el amo de la pantalla. Es lo que tiene ser un buen actor.

Es una pena que la sugerente historia de atracción / repulsión entre Ren y Rey (una sola letra les separa, cuidado) no se desarrolle con más profundidad y descaro, y que se imponga la necesidad, a veces un tanto atolondrada, de echar el freno de mano a las zonas menos confortables para pegar bruscos acelerones a la acción. Cierto es que hay secuencias brillantes (la estampida al anochecer, la carga suicida sobre el hielo que parece desangrarse, el primer ataque con Poe en plan heroico e indisciplinado) pero al espectador equidistante, como se dice ahora, le pone a prueba la Resistencia tanto estropicio encadenado. Y que la Fuerza me perdone.

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