Querido Julio

Casi siempre que hablé contigo, menos cuando lo hacíamos sentados, tuve que hacerlo mirando p'arriba para encontrar tu sonrisa.

El miércoles, a última hora, cuando me enteré de tu muerte, tuve que mirar p'abajo. Era evidente que hacía tiempo que no estabas bien, pero me había acostumbrado a ver cómo ibas adelgazando, cómo te iba cambiando el gesto.

La última vez que hablamos fue en Álvarez Garaya, frente al local de Cáritas, hará tres semanas; mientras me preguntabas por la llegada de los nietos, te mordías la punta de la lengua como en un gesto burlón por la que se me venía encima. Te estoy viendo, pero no he vuelto a verte. No volveré a verte.

Y ahora, mientras te escribo, me detengo y vuelvo a mirar p'arriba, como buscándote.

Todos te llaman maestro, y tú se lo llamabas a todos. Sonreías burlón, tanto para elogiar como para criticar. Media sonrisa para todo, incluso para el Sporting, porque eras hombre de fe.

La fe practicada, menos a las fieras, tranquiliza y suaviza los contornos de las cosas.

Fuiste grande, fuiste bueno, quisiste a los tuyos, y quisiste a Gijón con amor de buen hijo, y supiste defenderlo de quienes le hacían daño, o le negaban sus derechos.

Alguna vez a media mañana, te vi salir de San José y bajar sus escaleras con aquel andar tuyo tan peculiar. Ni era hora de misa, ni había funeral. Era la hora de tu fe.

En los "atrios", cuando las despedidas funerarias, los asistentes suelen decirse unos a otros, refiriéndose al difunto, "que allá nos espere muchos años".

No es lo que yo quiero decirte como despedida. Yo quiero decirte, imitando tu media sonrisa y como mordiéndome, como tú, la punta de la lengua, y "humildemente" -y a saber por qué lo digo-, hasta siempre, amigo.

Compartir el artículo

stats