El esfuerzo titánico que hay detrás de la realización de Loving Vincent merece un caluroso aplauso: miles y miles de fotogramas pintados al óleo siguiendo los brochazos geniales de Vincent Van Gogh. Lo nunca visto. Y la pantalla es en un primer momento una explosión de arte donde los paisajes, los objetos y los personajes cobran vida como si tras la cámara estuviera el mismísimo pintor dando órdenes. Hay planos/cuadros de una belleza extraordinaria. Imán para la vista. El problema llega cuando esas imágenes poderosas y evocadoras pierden el elemento sorpresa y el espectador se acostumbra a la singular propuesta. Y ahí es donde el guión falla. La historia no solo resulta demasiado convencional sino que el ingrediente de misterio sobre la muerte del artista carece de fuerza y el método tan orsonwellesiano de las pesquisas/entrevistas suena a recurso fácil que distrae la atención de lo que en verdad importa: ya que vamos a hacer un esfuerzo metiéndonos literalmente en el mundo de Van Gogh, no nos quedemos sólo en la superficie de sus peripecias recogidas en Wikipedia. Y la propuesta, pasados los aplausos iniciales, se vuelve incluso aburrida.