Tino Pertierra

Risa en la oscuridad

Si una granada soviética puede convertir a un prusiano en un tazón de sopa, como suelta un personaje abyecto de la película, el humor explosivo de Armando Iannucci puede hacer que un monstruo como Stalin resulte patético y cómico. Sin dejar de ser terrorífico. Algo que, por ejemplo, no lograba Chaplin en su sátira sobre Hitler. O Lubitsch en Ser o no ser. En ellas, la bestia humana era ridícula pero no daba miedo y sus salvajadas no eran visibles. Iannucci no se anda con planos calientes. En una escena escalofriante, un prisionero es ejecutado de un tiro. Un segundo después, llega la orden de amnistía decretada tras la muerte de Stalin y el hombre al que le esperaba la siguiente bala mira, entre aliviado y horrorizado, el cuerpo fuera de campo de quien le precedía en la siniestra línea de la muerte. No es la única vez que Iannucci logra una incómoda y valiente alianza entre contrastes. Se ríe de sus personajes pero, ojito, no olvidemos que son grotescos a la par que sanguinarios. Nada que ver con lo que ofrece en la serie Veep, un cuento de niños comparado con el vitriolo a chorro que lanza en esta sátira feroz donde no queda títere con cabeza. Solo hay alguna concesión sentimental cuando se decide aplicar una ración de justicia poética y Stalin se va al otro barrio mientras lee el mensaje crítico que una mujer rebelde logró colarle en una grabación musical. Conforta imaginar que lo último que vio el genocida soviético fueron palabras hostiles, aunque se las tomara a risa. Una vez muerto el asesino, el Kremlin se convierte en un gigantesco escenario de un vodevil donde la ambición, la crueldad y la estupidez de quienes se pelean por el poder vacante alimentan un carrusel donde lo ridículo y lo siniestro se mezclan con un despliegue brutal de talento, sobre todo en la escritura y en la interpretación.

Compartir el artículo

stats