Oviedo, Chus NEIRA

Parece imposible, pero han pasado catorce años. Lo raro no es el tiempo, lo extraño es que el sevillano Antonio Luque siga dedicándose a la canción con parecida resignación existencial y sin haber roto aguas que inunden a la inmensa mayoría. A los otros, a la mayoritaria minoría, hace tiempo que los conquistó. E incluso en los últimos años subió algún peldaño, aunque siempre dentro del pequeño universo del pop «indielectualizado» de aquí, de casa. Por otra parte, es lógico. El público que hoy se acerque a las ocho y media de la tarde al Centro Cultural Cajastur de Oviedo para escucharle en el arranque del ciclo «Intersecciones» y que no tenga ninguna pista anterior de chinarrismos y demás perversiones de pop autoral nacional -cosa rara porque la secta de sus seguidores puede llenar fácilmente- no encontrará dulces melodías ni rimas consonantes que agraden al oído.

La carrera de Antonio Luque ha estado marcada desde sus comienzos (su debut de 1994 con «Acuarela», los discos «El porqué de mis peinados» de 1997, «No sé qué-no sé cuántos» de 1998 o «Ventrílocuo de sí mismo» de 2003) por una oscura, retorcida y angulosa visión de la cosa musical y sus textos. Pop fundido en negro de muchos referentes foráneos («New Order», «Echo and the Bunnymen») se podían convertían en aquellos y en aquellos primeros festivales en los que se celebraba la efervescencia del indie patrio en caóticos ejercicios de pop feísta, de ruidismo por impericia, de necesidad caótica. Los textos, eso sí, siempre fueron el punto y aparte de esta banda acabada en solista. Antonio Luque escribía canciones pop como los ángeles: es decir, como aquel poemario de Alberti pasado por la tierra, el romancero, el refranero, el botijo y la luna muerta en la alberca. Era surrealista, humor retorcido, inexplicable juego poético, perro verde. El tiempo, y muy en especial el cambio que vino cuando dejó «Acuarela» y se fue de la mano de su amigo Jota («Los Planetas») y grabó «El fuego amigo», 2005, fue puliendo las aristas, que no destrozándolas.

Se dice desde entonces que «Sr. Chinarro» es menos difícil, más accesible, para todos los públicos. Quizá, pero sin dejar de retorcerle los cuellos a los cisnes ni de bucear en los desvanes más apartados de la canción de autor. Es verdad que desde entonces cada disco de Antonio Luque se ha convertido en un acontecimiento y que los últimos trabajos han recibido críticas muy elogiosas. Pero, claro, cuando hablamos de que «El mundo según» fue disco del año siempre hablamos de publicaciones muy escogidas.

Consideraciones aparte sobre los materiales con los que está construido el trono desde el que ya hace años contempla, compone y canta Antonio Luque, su último trabajo, «Ronroneando», editado por Mushrrom Pillow hace mes y medio, vuelve a contener algunas metáforas de rara belleza por las que merece la pena hacerse con él o ir a escucharlo.

Destacan en este trabajo, producido por el guitarrista Jordi Gil y con el resto de chavales bastante en su sitio, sin excesos, pero sin desvaríos, rock de justa tiniebla, canciones como «Los Ángeles» o «El gran poder». Ahí y en el resto del cancionero, Luque desgrana las cosas del amor como quien recita una saeta en pleno invierno: con palabras descarnadas a las que sólo abriga una poesía frágil y extraña.

No falta tampoco, ni en lo musical ni en lo literario, la dosis justa de humor negruzco, ni de tragicómica perversión. Con los mismos músicos desde hace tres años, el grupo consigue un aliento verdadero que de alguna forma recompone y eleva la lírica espartera. Veremos esta tarde si en el directo conserva la emoción y el frágil equilibrio de estas canciones enemigas se eleva por encima del auditorio.