Oviedo, Tino PERTIERRA

Tras las últimas comedias cortadas a su justa medida, Arturo Fernández estrenó anoche en Oviedo una obra de hechuras distintas, que no distantes. «La montaña rusa», cuya primera representación nacional siguió un público entregado que abarrotó el teatro Campoamor, propone al espectador un juego de medias verdades que acaban destapando grandes mentiras, de medias mentiras que desentierran verdades como puños. O como besos. Besos de reconciliación, besos de reconquista, besos de remordimiento recorren una obra cuyo estreno tuvo el añadido emocionante de un palco municipal vacío y con crespón negro, un ramo de flores y una vieira en homenaje al fallecido ex concejal Rodrigo Grossi.

El actor gijonés, con planta de figurín, se planta en el escenario con la firmeza de la figura que es, fiel a los guiños que sus seguidores jalean con hilaridad cómplice, pero con menos frecuencia que en ocasiones anteriores (salvo su «ven acá» inconfundible) porque esta vez el texto exige que el Arturo Fernández actor dé lo mejor de sí mismo.

No es casualidad que haya elegido en esta aventura de renacimiento interpretativo a una actriz de primera fila, sí, de esas que miran al público cara a cara para ganarles el pulso de la identificación y el contacto emocional intenso. Carmen del Valle, salvo ciertas exageraciones en algunos cruces de piernas que estrujan demasiado la comicidad, ofrece un recital de primer orden, con una gama de registros amplísima (y una voz maravillosa) que no da la espalda tampoco a lo que una comedia de Arturo Fernández reclama: elegancia, buen gusto, saber hacer con unos zapatos de tacón rascasuelos.

En realidad, el suyo son muchos papeles en uno solo, porque, como si de una muñeca rusa se tratara, va quitándose capas y caparazones hasta llegar, en un final que parece un primer plano cinematográfico, con un generosísimo Fernández en segundo plano y de espaldas para no robarle ni un solo segundo de protagonismo a su compañera, a un momento de emoción tan intensa que las lágrimas de risa de minutos antes se tornan, gracias a la magia del teatro bien hecho y sentido, en lágrimas de tristeza.

De escenario resultón como siempre pero con un protagonismo del vestuario menor al de otras ocasiones (traje oscuro y camisa a rayas para él al principio, vestido de noche para rodillas de nácar para ella, bata de gala en el segundo acto para ella y camisa floreada, pantalón sport azul y zapatillas de tacón para el galán), «La montaña rusa» se toma su tiempo en el primer acto para jugar al gato y el ratón, sin apretar a fondo el acelerador del humor y con sabrosas reflexiones sobre la infidelidad, el amor, las mujeres, el sexo y el poder («poseer es perder libertad»), e incluso le da al actor la ocasión de encender algún chispazo dramático («No me dejes solo, por favor») que casi rescata del ayer su memorable papel juvenil en «Dulce pájaro de juventud»: el depredador cazado, y solo. Pero el segundo acto es otra cosa: tras un alarde bailón de salsa picante, llega un subidón de humor de altos vuelos a partir de un gag tan sencillo como eficaz alrededor de un sofá y con un cigarrillo inexistente como únicos argumentos.

«Qué tablas tiene, este hombre es capaz de hacer reír con un vaso de agua», comentaba una espectadora con los ojos arrasados de lágrimas de tanto reír durante más de un cuarto de hora en el que la pareja, con una química indiscutible y bien pertrechados con un texto ingenioso y sagaz, consiguen un antológico gag que deja al público exhausto de reír... y sin sospechar que, acto seguido, «La montaña rusa» tendrá un descenso vertiginoso a las profundidades más secretas y emocionantes del ser humano, con una sorpresa final en el que Fernández demuestra lo bien que sabe escuchar y Del Valle demuestra lo bien que sabe pasar de una cuerda floja a otra sin titubear ni tambalearse, protegida por un actor que, consciente de que su mera presencia en las tablas distraería al público de las palabras que ella pronuncia con sentido y sensibilidad, se aparta, se da la vuelta, se convierte en un testigo mudo. Y elocuente.

«A veces», dice el actor gijonés, «vivimos gracias a nuestros recuerdos». Y «La montaña rusa», inteligente y emotiva a partes iguales, será sin duda uno de los mejores en una carrera repleta de ellos.