En el fragor de este inexplicable conflicto, que aún confiamos se remate en un final feliz, me fui a Oviedo para ver a Arturo Fernández en su nueva obra «La montaña rusa». Dos horas cumplidas de representación, dos actos, teatro absolutamente lleno y una conclusión nítida: Gijón no puede perdérselo. Me pregunto ¿de quién habrá surgido la nefasta idea de suprimir de la cartelera de la semana grande de Begoña al gran Arturo, hijo predilecto de Gijón, el embajador más fiel y eficaz que ha tenido la ciudad por tierra, mar y aire, desde aquellos cuatro años de «La casa de los líos», en la que Gijón estaba omnipresente, a su pertinaz exhibicionismo playo, como si éste fuera el mejor y más noble y bello de los mundos? Una cosa tengo clara: de Carmen Veiga, no; a esta señora, a la que creo conocer un poco y en su proporción estimo, es una profesional jovellanista que no suele pedir el carnet político a nadie, que disfruta de las taquillas agotadas, que conferida de un excelente humor no pierde ocasión de reír, y sobre todo no acostumbra a desdecirse. Fuera, Arturo, ha de derivar de instancias superiores de las que no tenemos ni idea, pero que ya les vale, ya...

Al final lo que han hecho es castigar a los gijoneses amparándose en un argumento tan falso como inconsistente. Vamos a ver, ¿qué tiene que ver mayo en Oviedo, con agosto y su semana grande, en Gijón? Nada. Cuando nuestra ciudad desborda las plazas hoteleras, o el turismo de voy y vuelvo, cuando su población ronda la cifra de los quinientos mil, y el dinero corre ágil movido por el vértigo de las vacaciones, cuando aquí las ganas de juerga y ocio son irreprimibles, Oviedo, en mayo, cuenta con los mismos vecinos de todo el año a los que nadie convoca a una fiesta patronal. Por otra parte nunca hemos sabido que el aforo del Jovellanos se llene con la pléyade carbayona. ¿Y no ocurre que San Mateo, a un mes de Begoña, jamás ha tenido escrúpulos de repetición? Nadie entiende nada, lo que irremisiblemente nos lleva a la sospecha de un aldeano sectarismo que sólo causa perjuicios. ¿No hay ninguna posibilidad de marcha atrás, ya no cabe un gesto de benevolencia, de generoso reajuste, de talante, talante, talante? ¡Cómo lo agradecería Gijón!

«La montaña rusa» supone un total divertimento, de principio a fin. En realidad es una obra de texto denso e importante, transportado magistralmente a una deliciosa clave de humor sin que por ello pierda trascendencia la intención última de su autor, el norteamericano Eric Assous. En ella se expone toda una filosofía de la fidelidad, de las relaciones de pareja en su diversidad circunstancial. Alain Delon hizo «La montaña rusa» en París sin demasiada gloria; a este hombre sin duda le faltó todo lo que le sobra a Arturo Fernández, gracia, expresividad, ingenio... Hubo instantes en los que el respetable rompió a aplaudir sin que lo invitara más que el propio júbilo. Arturo Fernández borda su papel sin objeción alguna, y su partenaire, la asturiana Carmen del Valle, ahí la tenemos, dueña y señora de la escena, desdoblándose en una multitud de personajes absolutamente creíbles. Pese a su juventud es una actriz de sólida formación académica, además de guapa y elegante. La escenografía, única, responde a la tradicional línea de exquisitez que suele acompañar a Arturo, y el vestuario, más corto en esta oportunidad, lo mismo; el vestido negro de Carmen del Valle, en el papel de Lola, es precioso.

César, un señor maduro, bien casado, disfruta unos días de «Rodríguez» cuando conoce a una chica, Lola, en el bar del Palace... Ahí comienza la ceremonia de seducción -«¿Cuánto influye en ésta la cuenta bancaria?, ¿has visto alguna vez a una chica joven y guapa enrollarse con un jubilado de pensión mínima?»- en la que César incluso canta, lo que más tarde hará que se sonroje. No hay, en «La montaña rusa», pausas para la risa, la sonrisa o la carcajada estrepitosa, todo es una sucesión de gracia generosa, ajena a los recursos tópicos del actor, lo que demuestra una vez más el gran talento que le asiste.