Muere Berlanga pocos días después que otro ilustre veterano, Manuel Aleixandre, que había intervenido en varias películas suyas («Bienvenido, Mr. Marshall», «Plácido», «Tamaño natural», «París-Tombuctú»). Nunca se van solos. Parece ley inexorable del mundo del cine. Se cuenta que, en cierta ocasión, Franco hizo un juicio sobre él: «Berlanga no es un rojo, es mucho peor: es un mal español». No era un mal español, sino un español atípico, tan lejos de Franco como de Zapatero. El Estado no le iba, fuera del tipo que fuese, pues se consideraba, lo era, un espíritu libre, que ejercía libremente su profesión: «Yo escribo lo que quiero y dirijo lo que puedo», y aspiraba a vivir en un espacio libre como en una reserva de indios en el que pudieran vivir a su manera los pocos espíritus libres que sobrevivieran al totalitarismo cada vez más presente, y denominaba «París» a ese espacio privilegiado y tal vez imposible: «Nos debían reunir a todos los liberales del mundo, meternos en coches-cama, soltarnos en París y prohibirnos la salida. Cuando todo el mundo sea totalitario, espero que París quede como campo de concentración para pequeños burgueses desviacionistas». Le gustaba definirse a la manera bradominiana («liberal, católico, anarquista») y cuando no se proclamaba libertario se decía liberal, aunque matizando que lo era a la manera de Jacques Chardonne, un autor de novelas deliciosas hoy demasiado y comprensiblemente olvidado: un liberal es quien respeta a la vida.

Berlanga era un creador especial y un espíritu libre en un país que tiende más de la cuenta al rebaño. Por esencia era individualista y no creía que la felicidad se pueda conseguir fuera de uno mismo. El lema publicitario de una de sus películas más poéticas y desconocidas «Calabuch», era: «Un pueblo feliz porque nadie se preocupó de que lo fuera». La posibilidad de que el Estado intente facilitar la felicidad a sus administrados le producía desconfianza y desasosiego. Era ciudadano honorario de esa tercera España que rechaza por igual a las otras dos Españas que hielan el corazón a los «españolitos», y a la que pertenecieron Unamuno, Ortega y Gasset, Alfredo Mendizábal, don Niceto Alcalá Zamora, y en la que el profesor J. L. Rodríguez Jiménez tuvo la amabilidad de incluirme. Su película más representativa de la tercera España fue «La vaquilla». La vaquilla es España en guerra y entre todos la matan: rojos y azules, tan irremediablemente culpables unos como otros. El propio Berlanga hizo esta interpretación.

No admitía las interferencias de la política en el arte ni el arte subvencionado. La misión del cine no es reivindicar: para eso están los sindicatos. Esto no implica que su cine fuera apolítico, sino al contrario: desde «Esa pareja feliz» hasta sus últimas películas reflejó como nadie el país en el que vivía, con lucidez, con humor, a veces con sarcasmo y también con piedad. Fue el mejor director del cine español, sin duda. De sus películas puede decirse lo que Renoir decía del cine americano: en ellas no hay realismo, sino algo que importa mucho más: una gran verdad.