Se ha convertido el fallecido escritor Philip K. Dick en un caso extraño de autor que proporciona ideas a los guionistas de Hollywood como punto de partida, aunque luego hagan con ellas lo que les da la real gana, entre otras cosas porque a veces el texto es tan breve que sólo se puede extraer de él una chispa argumental, que en muchos casos acaba siendo lo más potable de la película de marras. Salvo Blade runner o Desafío total, los resultados nunca han sido nada del otro jueves, y Destino oculto no cambia esa tendencia. Más bien la subraya. Con una mezcla extraña y al principio resultona de ciencia ficción y romanticismo delirante, bien sujeta en el plano actoral por Damon y Blunt, bien arropados por secundarios tan majos como John Slattery, el publicitario cínico de Mad men, y dirigida con aséptica corrección por un director novato, la película va perdiendo gas a medida que las cosas se enredan, y aunque no llega a derrumbarse, la historia acaba por cansar y roza peligrosamente la cursilería. Le sobran explicaciones y le faltan sugerencias, y acaba por banalizar una propuesta que seguramente le hubiera gustado tener entre manos a un Fritz Lang. Fuera de moda y con modos un poco trasnochados, su condición de clase B la redime en parte de sus carencias.