Procedente de los veranos presumiblemente olvidados resuenan ecos de voces. Algunas de ellas con historia, otras vinculadas a recuerdos personales. Esta serie tiene como objeto traerlas al presente por si resultan de interés. En cualquier caso, se trata de otros veranos y otros veraneantes, una especie de «genius loci» o espíritu del lugar estival.

El salazarismo empezó a precipitarse por el abismo en 1968 cuando el hombre que dirigía con mano férrea Portugal desde hacía cuarenta años se cayó de la silla apolillada de lona, en la que acostumbraba a sentarse para leer los periódicos durante sus veraneos en el fuerte de Santo Antonio da Barra, justo a la entrada de São João do Estoril. Cayó de espaldas y recibió un fuerte golpe en la parte posterior del cráneo. El único testigo de aquello fue el barbero que le ayudó a levantarse del suelo. Las primeras palabras que escuchó del jefe del Gobierno era que nadie podía enterarse de lo que había sucedido.

Un mes después, la situación se complicó cuando António de Oliveira Salazar, a consecuencia del golpe, sufrió una grave trombosis y tuvo que ser operado. Los médicos decidieron entonces que no disponía de capacidad para seguir gobernando. El presidente de la República, el contraalmirante Américo Thomaz decidió, tras pensárselo mucho, nombrar nuevo presidente del Consejo de Ministros a Marcelo Caetano, ex rector de la Universidad de Lisboa que había ocupado los cargos de ministro de las Colonias y de la Presidencia.

A Salazar lo mantuvieron entubado durante un tiempo. El propio Caetano, en un gesto que delata las ganas que tenía de perder de vista al «doutor», dio la orden a los facultativos de que si otro ciudadano necesitaba las máquinas que le mantenían vivo las desconectasen y volvieran a conectarlas para salvar otra vida. No hubo necesidad de ello, puesto que Salazar se recuperó y los médicos que lo habían atendido llegaron a la conclusión de que podía irse a casa.

Entonces vino el segundo problema. Los mismos que querían librarse de él entendieron que el ex presidente del Gobierno tenía que retirarse a su casa natal de Santa Comba Dao, a más de 200 kilómetros de Lisboa. Y ahí fue cuando María de Jesús Caetano, doña María, la mujer que le acompañó durante la vida, ejerciendo las labores de gobernanta, ama de llaves, etcétera, se negó en redondo y sostuvo frente a la opinión de todos que la única casa digna de Salazar era el Palacio de São Bento, sede del Gobierno. Américo Thomaz, que se vio obligado a intervenir, aceptó finalmente que el ex jefe del Gobierno siguiese residiendo en la casa que había ocupado los últimos treinta y nueve años. Nadie del Régimen se atrevió a decirle al dictador que lo habían sustituido para que todo siguiera igual -Caetano lo llamó «la evolución en la continuidad»-, de manera que se puso en marcha uno de los esperpentos más disimulados de la historia. Los ministros acudían todos los domingos -su único día libre- a São Bento para despachar con Salazar, que raramente se dirigía a ellos ya que apenas hablaba. Doña María, la gobernanta, pendiente de todo, recordó que «el doutor» le había contado en una ocasión que a Stalin, cuando estaba muy enfermo y no podía gobernar, otros miembros del Politburó le entregaban ejemplares manipulados del diario «Pravda» para que siguiera viendo reflejada una actividad que ya no desempeñaba. A Salazar, en los periódicos que le daban a leer venían recortados los huecos donde aparecían referencias a Caetano. «O Século», que se declaraba independiente pero seguía consignas del Régimen, llegó a imprimir una primera página falsa para que Salazar siguiera creyendo en la gran mentira. Lo que nunca se sabrá es si el doctor de Coimbra vivía siendo consciente de ser el presidente del Gobierno o bien fingía. Cabe la posibilidad de que pasase los últimos días convencido de que la suerte del país y del Estado Novo dependían de él. Él mismo solía decir: «Después de mí el diluvio».

Hacía casi doce años desde la muerte de Salazar y no diluviaba; todo lo contrario lucía un sol espléndido aquel día de julio de 1982 en que me acerqué al Fuerte de Santo Antonio de Barra intrigado por los últimos veraneos del dictador a orillas del Tajo. La costa de Estoril abarca desde Carcavelos hasta Guincho. Parte de ella está surcada por la Marginal, una estrecha carretera de curvas vertiginosas, saturada de veloz tráfico, que bordea el río. Los coches pasan cerca del fuerte como balas, en dirección a las playas o bien dejándolas atrás camino de Lisboa. Estoril, parroquia de Cascais, fue el lugar de residencia de Juan de Borbón, en los tiempos que el padre del Rey vivió exiliado en Villa Giralda. Pero también acogió al militar y regente húngaro Miklós Horthy, al rey Humberto II de Italia y a Carol II de Rumanía, que murió allí en compañía de la vulgar Magda Lupescu.

Los ecos de esas voces y las de otros ilustres veraneantes no pesaban sobre los despreocupados bañistas ocho años después de la revolución de los claveles. Ella y yo observábamos los primeros compases de los surfistas sobre las olas en la playa de Guincho. Ella se llamaba Fernanda Moreira Brito, digo se llamaba porque Fernanda murió. Habíamos dejado por un día la rutina de Tamariz, y Cascais empezaba a crecer con los que no podían permitirse el alquiler de una villa en Estoril. Guincho era el océano, la playa abierta a merced de los vientos que nos libraban de la densidad agobiante del Tajo.

Fue entonces cuando Fernanda me habló de la superioridad las mujeres. Lo suyo se convirtió en un largo monólogo. «Antiguamente, según he oído, los hombres no querían ser guapos y las mujeres bonitas tenían fama de ser estúpidas. Hoy todo ha cambiado. Las mujeres guapas son cada vez más inteligentes; es prácticamente imposible encontrar una guapa tonta, por mucho que se intente. Por otro lado, los hombres ahora se preocupan por estar guapos ¿Qué es lo que ha sucedido?».

No supe responderle. Tampoco me importaba. Portugal registró aquel año la cifra más alta de divorcios de Europa y nadie se acordaba de los últimos días de Salazar. Lucía un sol deslumbrante. Eso era todo.