Guy Laliberté es responsable de una brillante terapia de curación masiva para todos aquellos que hemos detestado el circo. Y somos muchos. Cuando acudíamos más bien a rastras a aquellos temblorosos tendejones de las afueras recosidos mil veces y coronados por una hilera de bombillas de verbena de cuarenta vatios, lo hacíamos con el corazón en un puño; y no por el anticipo de alguna posible costalada del acróbata de turno -que también-, sino, sobre todo, por la dosis de crudo neorrealismo a la que íbamos a ser expuestos a pesar de nuestra tierna edad.

Pero es que, además, el circo nos aburría soberanamente. Un hastío que resultaba aún más notorio cuanto más entusiasmo percibíamos en la reseñable parte del público que no intercambiaba miradas de ansiedad. Y pasó a ser un cierto estigma cuando uno acompañó a amigos endomingados a circos de relativo prestigio y entrada cara: recintos limpios y saneados, con una cuidada puesta en escena, acróbatas cubiertos por un seguro médico y una fauna debidamente vacunada. Con números brillantes y bien ejecutados. Y ningún olor sospechoso. Y una reticencia hastiada que no se iba.

Quizá fuese culpabilidad. Saber que la diversión propia tenía que ver con el riesgo ajeno. Era obvio que los números fuertes se valoraban en proporción a la probabilidad del accidente (y a la gravedad de sus consecuencias). Por no mencionar lo incomprensible que resultaba una expresión tan ampulosa como «el mayor espectáculo del mundo» para un gusto afianzado después de Lucas y Spielberg, en plena era de los macroconciertos.

Quizás algo de todo esto se olió el emprendedor Guy Laliberté cuando, hace veinticinco años, tuvo el golpe de genialidad que puso en el cielo el «Cirque du Soleil». Existía un mercado por explotar; un apretado yacimiento de público que siempre abominó del circo y se sentía incómodo por ello. En la redención de ese público se escondía una industria.

El gran logro de Laliberté es, pues, haber abarrotado sus espectáculos de todos aquellos que siempre odiamos el circo y de hacernos batir palmas, exhalar gritos de sorpresa y entusiasmo o reír a carcajadas como criaturas. Curados y nivelados con los circófilos. No hay exageración (aunque dé un poco de vergüenza admitirlo ya fuera del anonimato de la carpa). Quien suscribe se vio a sí mismo incurrir en todas esas conductas por primera vez con «Saltimbanco»; las repitió -con alguna reticencia, más entibiadas- ante «Alegría» y las ha perfeccionado, en dirección al puro infantilismo -es decir, a lo fisiológico, a lo gozosamente animal- con «Varekai».

Estoy con Cuca Alonso en que, de los tres espectáculos del «Soleil» que han recalado en Gijón, éste es ostensiblemente el mejor. No sólo por la puesta en escena de la que cuelgan los números (alambicadamente sobria y enigmática, muy bella), o por la cualidad inolvidable de números como el de Ícaro que abre el espectáculo, sino por el modo en que todo fluye sin empachar, algo que sí sucedía en el excesivamente barroco y estridente «Alegría». Y por el modo en que, incluso percibiendo con claridad los trucos de la máquina escénica, uno se rinde incondicionalmente a ella.

Hace unos días, Richard Armstrong, director de otra franquicia de éxito, los Guggenheim, describía en una entrevista su ideal de museo contemporáneo como «una fábrica de ideas silenciosa». Unas horas antes de leer su definición interpretaba «Varekai» como algo muy similar: una implacable fábrica de sensaciones en la que no existen silencios, y en la que todo -desde el «mix» multicultural de la música en directo compuesta por Violaine Corradi, hasta el último detalle del vestuario de Eiko Ishioka o la última bolita luminosa que gotea desde la pasarela- conspira para desencadenar respuestas irreprimiblemente fisiológicas. Lo más parecido a la música. A una versión posmoderna y atlética de varios tipos de ópera.

La palabra clave en el párrafo anterior es, por supuesto, «fábrica». «Varekai» es una factoría cuyo producto es más intenso que «Saltimbanco» o «Alegría»: contiene mayor lirismo, pero también más testosterona (las danzas guerreras georgianas, el apabullante número de los balancines rusos), más imaginación (el desafío para dos muletas coreografiado por el gran Bill Shannon) e incluso una dosis mayor de riesgo físico que en sus antecesores (o bien los cables de seguridad están mejor disimulados).

No es, desde luego, el mayor espectáculo del mundo (que ahora se oculta seguramente en la carcasa de una PS3 y en lo que provoca en la mente y el cuerpo), pero sí, sin duda, uno de los mejores. Un tratamiento de choque para circófobos que vale lo que cuesta. Y que, sí, es circo.