Si hay un nombre que habitualmente aparece asociado a la mezcla entre el rock más guitarrero y el folk celta más bailable, ese es el de Wolfstone. Este es uno de sus sellos de identidad más persistentes, algo que han ido perfilando a lo largo de una extensa discografía (nueve trabajos oficiales). En su concierto del viernes demostraron con creces que, a pesar del paso del tiempo, siguen siendo un peso pesado de los directos, convocando tanto a los amantes del folk del arco atlántico como a los devotos del rock con tintes celtas. La época de bonanza de la banda se remonta a la década de los 90, cuando discos como Year of the dog (1994) o Half the tail (1996) supusieron todo un manual de la conciliación de los elementos procedentes de la tradición escocesa (a partir del violín, la gaita o los whistles) y el ámbito del rock (con muchos guiños al espíritu de la década de los 70), todo ello con un alto nivel de calidad y naturalidad. Su último disco hasta la fecha es Terra Firma (2006), un perfecto y maduro compendio de toda su trayectoria creativa.

Fieles a su estilo, la banda escocesa comenzó con fuerza. Guitarras eléctricas (un muy elegante Davie Dunsmuir, que también hizo gala de recursos más rotundos), batería (con un portentoso Alyn Cosker que, en ocasiones, alcanzaba demasiada importancia en detrimento de la labor de conjunto) y bajo (labor que ocupó con corrección y efectividad, Colin Cunningham) ocuparon un gran protagonismo, dejando de lado la faceta más tradicional. No fue hasta las primeras melodías de «Quinie Fae Rhynie» cuando ya se sumaron todos los ingredientes de la explosiva mezcla: el histórico violinista Duncan Chisholm (que alternó violín eléctrico y acústico), el gaitero y flautista Stevie Saint, y el guitarrista acústico y vocalista Stuart Eaglesham (otro de los miembros fundadores que aún persisten en el conjunto). «The queen of Argyll", "All our dreams», «Cleveland park» o «Sleepy toon», en una versión con instrumentación más sobria que la original, fueron algunas de las piezas que no faltaron, al igual que la preciosa e intimista «Gillies», un tema conducido por una melodía nostálgica de gaita que aguardó hasta el bis. El recital fue bastante variado, con un alto porcentaje de composiciones enérgicas, pasajes de lucimiento solista (como el extenso solo a la batería de Cosker, más propio casi de un evento rockero, y en el que buscó la complicidad con el público en todo momento) y secciones más tranquilas, como el pequeño homenaje rendido al poeta escocés Robert Burns, cuya inspiración sobre la banda se pudo comprobar en la nueva pieza del grupo, estrenada en Asturias.

El baremo de los conciertos de la plaza mayor, dentro del marco del festival, ha sido bastante positivo, apostando por la calidad y la variedad, y combinando exponentes locales y figuras de talla internacional, con intérpretes ya consolidados y propuestas más jóvenes. Un buen camino a seguir, aunque sería deseable que para futuras entregas se puedan integrar también agrupaciones de otras partes de España y otras visiones, dentro del folk, que se alejen más de las pautas de la raíz celta atlántica, ampliando así el espectro y las exigencias del público interesado en este estilo.