Son 18 pequeños fragmentos de arte e historia. Juntos nos descubren una figura joven y masculina. Lleva una liebre en su mano derecha y parece presentarla al público. Entre ese rostro romano y quienes se van a acercar a él dentro de unos días en Navia han pasado veinte siglos. Será la primera vez que se muestre al público pintura romana del Chao Samartín.

El retrato, rescatado de las ruinas arqueológicas del gran castro de Grandas de Salime, fue estudiado, consolidado y enmarcado por la restauradora Olga Gago Muñiz, y será la pieza estrella de la exposición que complementará el ciclo de conferencias arqueológicas sobre los castros del Navia.

El pequeño cuadro, que hasta ayer se guardaba en los talleres de restauración del Museo Arqueológico, en Oviedo, «es una pintura de una calidad excepcional», dice Olga Gago. Una obra salida de una mano experta, lo que en el siglo I se conocía como «pictor imaginarius», un artista capaz de realizar retratos y paisajes, más allá de las formas geométricas.

El «pictor imaginarius», explica la restauradora, dirigía un taller artístico, un grupo de cinco o seis personas muy especializado que solían viajar con las legiones y que ofertaban sus servicios artísticos.

El Chao Samartín, una joya de la cultura castreña del norte de España, es la simbiosis de dos mundos. El castro primitivo convive con la domus romana, la residencia de alguien muy ligado a la Administración. Hay pinturas en los castros y también en la domus. Y más que saldrán.

Los artistas viajaban con catálogos, aunque para Olga Gago en el Chao Samartín se nota el gusto del propietario. «Es un gusto clásico, con elementos decorativos antiguos, se perciben cierta nostalgia e ideas muy claras de lo que quería» para aquella construcción, que era a la vez hogar y espacio de recibimiento y representación.

Hay en las pinturas del Chao una gama inmensa de pigmentos, entre ellos el azul egipcio, ocres y tierras y, sobre todo, el rojo cinabrio. Este último color era el más caro de los pigmentos, que se pagaban aparte. El cinabrio se producía en su mayor parte en España -también en Asturias-, pero el control de Roma era tan intenso que la materia prima viajaba hasta la capital del imperio y desde ahí, en un viaje de ida y vuelta, regresaba a las colonias.

El joven romano de la liebre sería una figura de unos 60 centímetros de alto, que seguramente presidiría un panel. Dice Gago que «quizá se trate de una alegoría del otoño». Se encontraron fragmentos de al menos tres figuras más, por lo que no es descartable que formara parte de una representación de las cuatro estaciones.

El artista logró degradar los colores para dar sensación de volumen. Las 18 piezas fueron instaladas sobre una base de resina, respetando las dimensiones de la última capa de mortero, que tiene un grosor aproximado de medio centímetro.

Las piezas aparecieron en un derrumbe y se supone que formaban parte de la decoración de la primera planta de la domus. En la casa del señor los arqueólogos encontraron pinturas de dos talleres distintos. El primero pudo trabajar en el Chao Samartín hacia el año 40, y a él pertenece el joven romano de la liebre. El segundo, entre los años 60 y 90, en época Flavia. Cuando llega ese segundo taller todo indica que algunos habitantes del castro aprovechan la presencia de los artistas para encargarles trabajos en sus casas. Los habitantes del Chao Samartín «comparten espacio con un grupo de muy alto rango», explica el arqueólogo Ángel Villa. Y también ellos se beneficiaban del estatus del Chao. La idea de que en la periferia del imperio las pinturas eran secundarias se cae en el Chao por su propio peso.