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Crítica / Teatro

De mujeres en asamblea y camaleones en Sograndio

Un momento de la función vista en el Niemeyer. ricardo solís

Una vez, en una finca de Sograndio, vi a un camaleón aburriéndose. Se movía por los manzanos y su dueño le repetía "Ramonín, ay, Ramonín, ¡qué guapu yes!", como el buen idiota que era. Al camaleón aquella actitud parecía importarle poco porque su esencia no era aguantar al imbécil de su dueño sino adaptarse al color del ambiente. Esta misma filosofía camaleónica ha asumido Juan Echanove con su interpretación de "Asamblea de mujeres", el texto clásico de Aristófanes.

Abre Lolita la función con un largo monólogo y uno comienza a entender el mecanismo de lo que allí te quieren contar: una chirigota malsonante, bailonga y desbocada sobre nuestro presente a través de un texto pasado. Importaba mucho en el original plantearse una subversión a la idea de democracia ateniense; es decir, una ruptura con lo anterior y las consecuencias que este movimiento radical tendría, al igual que se está pensando ahora en nuestro país.

Como Aristófanes o Echanove, también el saurópsido de Sograndio medía los resultados de sus acciones. Cuando desmontas a María Galiana de su personaje asumes riesgos, y esto es lo admirable de esta "La asamblea de las mujeres". Integrarse en nuestro paisaje jugándose (mucho) el tipo para pensar de qué manera, a la par que nuevas formas de gobierno, surgen nuevos problemas.

El que se juega el cuerpo de verdad es Pedro Mari Sánchez, sobrepasándose a si mismo en un papel que lo pide y saliendo airoso de tacones, vestidos de mujer y protagonismos. Un titán como sus compañeros de reparto, esforzados y contundentes: desde Lolita o Galiana, que disputan hasta el último balón, a Pastora Vega o Sergio Pazos, un cómico tan estupendo que habría que aplaudirle en cada aparición. Al final, deberíamos celebrar que Echanove haya entendido la importancia de "La asamblea de las mujeres" y la haya adaptado a nuestra España de segunda (Transición).

Con sus imperfecciones y sus desigualdades, son pocas sesiones aún y el teatro humorístico, aseguraba John Cleese, comienza a funcionar a la vigésima función, la maquinaria que están manejando es tan bonita y tan instructiva como un camaleón en Sograndio. Por cierto, puede que yo jamás haya visto un camaleón, y menos en Sograndio, y puede que las mujeres jamás hayan gobernado Atenas, pero los dos artilugios narrativos sirven para una cosa preciosa que todos en "La asamblea de las mujeres" han entendido a la perfección. Sirven para pensarnos.

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