«Rule, Britannia! Britannia rule the waves. Britons never never never shall be slaves». La «última noche» de los Proms, el 13 de septiembre de 2009, la mezzosoprano Sarah Connolly irrumpió en el Royal Albert Hall, vestida como Lord Nelson, al lado de la orquesta y los coros de la BBC, dispuesta a cantar Rule Britannia, el poema de James Thomson, musicalizado por Thomas Arne en 1740, que representa mejor que cualquier otro himno el sentimiento patriótico de un pueblo. Se utilizó con motivo de las grandes gestas de la Armada británica y ahora se sigue interpretando en la botaduras de barcos y en algunos partidos de la selección inglesa donde se repiten sus versos más populares. En los Proms, Rules Britannia es pieza obligada, tanto como la Marcha Radetzki en los conciertos de Año Nuevo en Viena. El himno preferido por los británicos forma parte del programa desde principios del siglo pasado igual que Land of hope and glory, otra canción inglesa patriótica compuesta para la coronación del rey Eduardo VII y extraída de la marcha número uno de la sinfonía Pompa y Circunstancia de Edward Elgar. Sin ellas, y Jerusalen, de Parry, no se entendería el ciclo de conciertos más famoso del Reino Unido. Las tres acaban siendo cantadas por el público a grito pelado, entre bromas, disfraces, banderas, y en medio de muestras incomparables de júbilo.

Pero vayamos al marco, si hay un teatro espectacular en Londres, ése es el Royal Albert Hall. Fue construido en South Kensington frente a Hyde Park, en el lugar en que el rey consorte Alberto proyectó la Primera Gran Exposición Internacional de la historia, que se celebró en 1851. Escenario de sueños, tenis, circos, boxeo, conciertos y demás prodigios, el Royal Albert Hall es, sobre todo, el escenario de los Proms, edición que todos los años organiza la BBC y que éste empezó el pasado 16 de julio y se prolongará al 11 de septiembre. Con un máximo de tres conciertos al día, uno en torno a las tres, otro sobre las cinco y media y el último sobre las siete y media, los Proms son una muestra más de la devoción británica por la música clásica. Hay quienes dicen que no hay festival con mayor energía, y su popular y distendido tono lo eleva a la compresión de cómo se disfrutaba de la música en las épocas en las que todavía no estaba sujeta a reverencias y protocolos.

La «última noche» de los Proms es la apoteosis. En la Arena, todo contribuye a animar el cotarro, el espíritu de los músicos y el del pueblo caminan juntos en la dirección del éxtasis.

Quien no haya estado en Londres en la última noche de los Proms debería hacerlo alguna vez en la vida. Este año se han programado partituras de Dvorák, Smetana, Vaughan Williams, Wagner, Rodger and Hammerstein y Tchaikovski, un repertorio de lo más variado. Pero, sobre todo, se celebra a Mahler, con motivo del 150.º aniversario de su nacimiento, a Schumann y Chopin. Y, como siempre, hay nombres ilustres, Rattle, Pappano, Gardiner, Ashkenazy y la Sinfónica de Sidney, Paul Lewis, Esa-Pekka Salonen, Mark Padmore, Terfel, Plácido Domingo, etcétera, etcétera. La web de la BBC (Proms 2010) cuelga las actuaciones. Las localidades se pueden conseguir por internet. También existe la posibilidad del «come and prom», hasta 1.400 entradas de pie que se ponen a la venta dos horas y media antes del concierto, a cinco libras.

Finalmente, dos sitios para comer y uno para dormir, encantador y razonable de precio, en Chelsea. Para comer, el simpático St. John, de Fergus Henderson, dos establecimientos en Smithfield y en el vecino Spitalfields, especializado el primero en asados y el segundo en desayunos y panecillos. En el otro lado, en el Oeste, en Chiswick (Devonshire Road, 5-7), tenemos La Trompette, restaurante de cocina francesa de una estrella Michelin. Para quedarse, Annandale House, un precioso y cómodo hotelito en una casa georgiana, al lado del metro de Sloane Square, unos cien euros la doble.