A Ribadesella se llega por caminos anchos, que diría el poeta, tan anchos como la Autovía del Cantábrico, pero al precioso pueblín de Cuevas la ruta a seguir es entrar, por ejemplo, por Pando, y continuar por la comarcal que pasa por El Carmen, San Miguel, Sardalla, Tezangos y, finalmente, Cuevas. En esa carretera, en algunas ocasiones estrecha y con curvas como es propio de muchas carreteras de interior en el Principado, el viajero se encuentra con la Asturias más fiel y con su paisaje no por repetido menos bello; pueblos con sus hórreos y paneras donde aún cuelgan panoyas, el verde brillante e intenso del campo con los primeros rayos del sol después de haber llovido; casonas solariegas que recuerdan a los indianos, el sonido del río Sella, camino del mar, o los ladridos de los perros que anuncian nuestro paso.

Sin embargo, lo mejor aún no ha llegado. Sucede cuando, de repente, el viajero se encuentra con una montaña abierta por el medio, que no un túnel, y que hay que atravesar para llegar a Cuevas del Mar. Es lo más impactante de un viaje que, en esta página, lleva hasta la cocina de carbón de Julia Cayado Rodrigo, quien desde hace veinte años regenta y guisa una variedad de platos con los que satisfacer a los que hasta allí llegan, asombrados y hambrientos después de cruzar con el coche por el medio de una cueva natural. «Todavía hoy hay asturianos que no conocen "la cuevona", que aquí la llamamos así, aunque mucha gente la confunde con la de Tito Bustillo. Es más, incluso hay riosellanos que no han venido nunca», dice Julia mientras, entre frase y frase, atiende a un cliente que ha llegado a comer.

Si bien es cierto que cruzar por el interior de la tierra causa asombro, algo parecido ocurre al llegar al otro lado y encontrarse un pueblo con mucho encanto; con un buen número de hórreos poblados de maíz o de cebollas, su pequeña capilla o su canasta de baloncesto, durante años y años invitando a hacer unos mates, así como buen número de casas que han sido rehabilitadas. Junto a ellas llama la atención, sin duda alguna, la parada del tren de Feve en Cuevas con su edificio pintado de amarillo y blanco. Tan bonito que parece salido de un cuento infantil. Dan ganas de dejar el coche y subir allí al tren sin elegir destino. Sólo por el gusto de ver moverse el paisaje y los postes de la luz en sus ventanillas.

Allí, al lado, está el bar El Rincón. Con su pequeña y amable terraza asomada a un paisaje donde manda el monte Llovio y los picos La Cabeza y La Corona. Dentro, como cada día sin descansar ni uno de los casi 7.300 que conforman 20 años, cocina Julia. El suyo es un bar sencillo, «de los de toda la vida de pueblo», con capacidad para unas 50 personas, donde la sobriedad del decorado contrasta con la capacidad de esta mujer de reinventar la cocina clásica, que aprendió de su abuela María, dando su propio toque a una tradición culinaria que, al mismo tiempo, sigue respetando.

La fabada y el pote no tienen secretos para ella y aunque muchos turistas y no turistas se quedan encantados con su plato de pueblo -huevos fritos, patatas y chorizo- sus habituales están acostumbrados a pedir, por ejemplo, uno de sus platos estrellas: las patatas rellenas de gulas. O también el pollo de casa (pitu caleya), el arroz con pulpo, los garbanzos con picadillo o con gambones, las patatas con costillas, («uy, este plato les encanta a los madrileños», matiza) la caldereta de pescado o marisco, unas fabes con centollo, el cabrito o un xargo a la espalda. Además, con su toque personal, también cocina sus particulares solomillos agridulces. «La materia prima es toda de casa: la matanza, los chorizos, la morcilla, la carne...», añade. «Por cierto, para comer varios en estas fechas es necesario llamar por teléfono para encargar la comida», destaca.

En primavera florecerán en su terraza todas esas plantas que tanto le gustan y que a veces le quitan con alevosía paseantes aprovechados. Mientras tanto sigue «atizando» esa cocina de carbón cuyo calor y tempo hace que todo sepa mejor y más rico. Igual uno de estos días aún llega, como hace años, algún turista despistado buscando las cuevas. «Es que el indicador que está en la carretera, en el cruce, pone "Cuevas, 7". Y nos ha pasado de venir gente hasta aquí preguntando dónde están las otras seis cuevas, porque una ya la cruzaron para llegar al pueblo», recuerda esbozando media sonrisa.