Hace poco más de un año la Vieja Dama visitaba a Santi Santamaria en Shangai. Lamentablemente ya no está en este mundo pero ello no quiere decir que no se le tenga en cuenta.

Era un cocinero cultivado; lo saben los que lo trataron y también los que lo han escuchado y leído. Vehemente en la defensa de sus posturas, no dejó de decir lo que pensaba por mucho que algunos creyesen que se trataba de una cuestión de celos hacia Ferran Adrià.

Precisamente hace un año, con motivo de su muerte, recordé, como tantos hicieron en los obituarios, que se había alzado en armas contra la utilización de la química en la cocina y ello le valió la incomprensión no sólo de muchos compañeros sino de la inmensa tropa que le baila el agua al famoseo culinario. Su disidencia de los inventos de laboratorio la justificaba por su lealtad a la gran tradición, al producto y a la autenticidad frente al camelo y la impostura. Se ha dicho de él que también usó los productos químicos que más tarde combatió, sin embargo no lo percibí las veces que tuve la dicha de comer en Santceloni o en Can Fabes. Harto del espectáculo, de las intromisiones de la industria en la alta cocina, de lo tecnoemocional o gastroemocional, eso tan cursi con que algunos se han querido apuntar a la moda, Santamaria eligió la cercanía a los productores, haciendo del terruño un concepto universal de la cocina.

Denunció cómo la gastroemoción o tecnoemoción y el resto de la farfolla culinaria las acaban pagando los clientes de los restaurantes en sus facturas. Algunos de ellos, supongo con gusto, porque creen que así contribuyen a la modernidad. Otros, engañados, muchas veces resignados. Santamaria escribió en su controvertido ensayo La cocina al desnudo sobre la necesidad alimentaria y las emociones. Comer no sólo tiene que ser una obligación fisiológica, pero hacer una interpretación emocional de cada cosa que uno se lleva a la boca resulta ridículo y hasta poco elegante. El propio Santamaria contaba la anécdota atribuida a Picasso, cuando un admirador le confesó que disfrutaba de su obra pero no siempre la entendía, y el pintor malagueño le respondió:

-¿Le gustan a usted las ostras?

-Con delirio-, contestó el hombre.

-Y ¿ha intentado entenderlas?

Pues, eso.