Le Beirut suena en la garganta de la cantante árabe más famosa, Fairuz. La música de esta canción es del Concierto de Aranjuez. Con melancolía le canta Fairuz a su Beirut, su amor, una ciudad que hiere y ama a partes iguales. Una ciudad de contrastes, de pactos imposibles: Oriente y Occidente, tradición y modernidad, pobreza y lujo. Todo puede pasar en Beirut, lo apasionante de recorrerla es que nunca sabes con qué te vas a topar, ni a quién vas a conocer. Los cantos árabes provenientes de los minaretes, llamando a la oración, se entremezclan con las campanas de las iglesias. Ambas, iglesias y mezquitas, conviven en armonía, como las diecisiete religiones del país, aunque no siempre haya sido así. Las heridas de la guerra civil aún desangran los edificios de una Beirut a partes iguales mutilada y reconstruida con rascacielos de cristal.

Beirut mira de frente al mar Mediterráneo y da la espalda al monte Líbano, que por estas fechas está nevado. Beirut es la ciudad más abierta de Oriente Medio, la más cosmopolita y turística. Con hoteles pegados al mar en la nueva zona de La Marina, un puerto deportivo en el que se apiñan los yates reflejados en los cristales de los grandes rascacielos que bordean los pantalanes, en una suerte de nueva Dubai. Con pubs, oscuros y cálidos, de bohemia y trato afable que salpican la calle Hamra, la más intercultural y laica de la ciudad. Pubs que ofrecen conciertos o exposiciones, como Dany's o el Café de Prague, u otros simplemente para disfrutar de los variados chupitos y cócteles que se elaboran en el acto, o de la música que mezcla temas internacionales con canciones árabes comerciales como en el 8 Millimeters, el Rabbit Hole o el Whisky Bar. También cuenta con discotecas espectaculares, que en verano se suben a las azoteas de la ciudad para continuar con una fiesta que no acaba nunca. Lujo, belleza, luces y resplandor junto al recuerdo vivo de los conflictos: carteles de mártires políticos adornan las calles, grafitis en árabe llamando a la resistencia, tanques y soldados en puestos de control o vigilantes privados cada cien metros. Una ciudad, pues, muy recelosa de sí misma, porque ha sufrido mucho, una ciudad que bebe de noche para olvidar el día. Un día frenético que huele a manakish en los puestos ambulantes, y a tubos de escape.

El tráfico es caótico. Caminar por Beirut no es fácil a no ser que recorras La Corniche, el paseo marítimo que bordea la ciudad, y veas el atardecer tras las rocas de Las Palomas, un bello símbolo de identidad de la ciudad y del país; o bien que camines por el peatonal Downtown, el lujoso centro, reconstruido tras la guerra, con edificios de clara influencia francesa y en el que se encuentra la impresionante mezquita azul de Mohammad al Amin, junto a las tiendas de las firmas más caras o el Instituto Cervantes; así como monumentos de otras épocas que han quedado en pie, como los baños romanos, el Gran Serrallo, un edificio otomano que hoy es la sede del Gobierno, la torre del reloj o la iglesia de los Capuchinos. También te puedes perder en el fabuloso campus de la Universidad Americana de Beirut, un bosque salpicado de facultades que se sienta a ver el mar, una de las universidades más prestigiosas del mundo árabe, un enclave en el que se relacionan todas las confesiones religiosas y políticas, como si se tratara de un espejo de bolsillo en el que se reflejara la sociedad del país.

En cuanto a la actividad cultural, el museo más importante de Beirut es el Nacional, que alberga los tesoros arqueológicos que han sobrevivido a la guerra civil; pero Beirut también cuenta con numerosos cines, un Festival de Cine Libanés, así como varios ciclos de cine de distintos países; varios teatros en los que durante el año se van sucediendo distintas actividades, como el Al Bustan Festival, de flamenco y música latina. Aunque los festivales más prestigiosos del país son en verano. En la vecina y costera Byblos, una de las ciudades más antiguas de la humanidad, se celebra un festival anual de música contemporánea. Mientras que al norte, en la ciudad de Baalbeck, también en un enclave excepcional, junto a templos romanos de colosal tamaño, con columnas de diecinueve metros de altura, se dan cita cada año los amantes de la música clásica, el teatro y la danza.

El Líbano es, pues, un país para percibir con los cinco sentidos. Por eso no se puede olvidar el del gusto, y es que la gastronomía libanesa es sencillamente maravillosa, ya que combina lo mejor de la cocina mediterránea con el carácter de la comida árabe. Si te sientas en un restaurante libanés, por ejemplo el Barometer, antiguo hervidero de la intelectualidad de izquierdas, también en la zona de Hamra, te servirán lo que se conoce como mezze. Un buen mezze está compuesto por varios platos. Entre los más populares, el humus, el baba ghanoush, el queso shanklish, el tabulé, la batata harra, el falafel, la carne de kefta o el kibbe. Todo se come simultáneamente, sin cubiertos, usando en su lugar trozos de pan libanés, y se riega con un aguardiente, el arak, parecido al anís, que al mezclase con agua se vuelve blanco. Los dulces también son una pequeña delicia, pues combinan hojaldre con miel y frutos secos como pistachos y piñones.

En definitiva, Beirut es una ciudad hecha a sí misma, que acoge y seduce al viajero por la voluptuosidad de sus noches y la sensación constante de que todo puede cambiar en cualquier momento. Una ciudad abierta, que mira la vida pasar tratando de atrapar cada instante en un «carpe diem» continuo.

Beirut, una hedonista ave Fénix, resucitando y volviendo a ser ceniza constantemente.