La primera entrega de John Wick llevaba en España un subtítulo de lo más elocuente: "Otro día para matar". Y es que si por algo se caracterizaba la cinta de David Leitch y Chad Stahelski es por la abrumadora cantidad de muertes violentas que había en su escueto guión, y que se limitaba a seguir las pautas de cientos de películas semejantes sobre venganzas llevadas al paroxismo. Wick era un asesino a sueldo retirado que salía de las sombras para cobrar venganza: unos villanos le habían arrancado de cuajo lo que más amaba en la vida. Y Nueva York se convirtió en escenario de un inacabable espectáculo de tiroteos y peleas sangrientas. Ahora, en Pacto de sangre, dirigida solo por Stahelski, el asesino retirado tiene que abandonar otra vez su retiro (pobre, no hay manera de que lo dejen tranquilo) aunque en esta ocasión por motivos más "profesionales". Dejémoslo así. Y es que a Wick le viene a ver un antiguo socio de sus violentos negocios que tiene un plan de lo más inquietante: hacerse con el control de un enigmático grupo internacional de asesinos. Colegas, en definitiva.

No es que a Reeves le entusiasme precisamente la idea pero (de ahí el subtítulo español, en Estados Unidos les vale con poner "Chapter two") pero entre ambos asesinos hay un juramento de sangre que obliga al desdichado Wick a iniciar una nueva odisea de sangre y fuego con docenas de enemigos a los que batir como si de un videojuego se tratara, y con buenas dosis de humor negro que realzan la irrealidad de unas secuencias de acción coreografiadas con esmero y sin recurrir a los excesos digitales.

Reeves no tiene una carrera precisamente corta. Empezó en los años 80 con títulos de diverso pelaje, casi siempre de muy poca entidad, pero en 1988 le vino Stephen Frears a ver para darle un jugoso papel en Las amistades peligrosas que puso su nombre sobre la mesa de los productores importantes, aunque sin que le llegaran proyectos valiosos. Eso cambió en 1991, cuando coincidió el taquillazo de Le llaman Bodhi y los aplausos por el clásico del cine indie Mi Idaho privado. Nada menos que Francis Coppola le reclutó para su Drácula de Bram Stoker y Bernardo Bertolucci lo puso al frente de Pequeño Buda. Prestigio, sí, pero la carrera de Reeves cogió velocidad gracias a Speed, en la que compartía una aventura sin frenos con la aún poco conocida Sandra Bullock.

Alternando cine romántico y de acción, Reeves encontró buenos papeles en Pactar con el diablo junto a un desmelenado Al Pacino como el mismísimo diablo (y una Charlize Theron que empezaba a despuntar y con la que volvería a coincidir en la lacrimógena Noviembre dulce) terminando los 90 con la erupción de Matrix. Fuera de los dominios de Neo, Reeves fue de mal en peor hasta la debacle en 2013 de La leyenda del samurái (47 Ronin), un rodaje caótico que disparó los costes hasta límites insoportables e imposibles de recuperar en taquilla y que parecía acelerar el declive de su estrella. Pero al siguiente llegó John Wick, sacó sus armas guardadas y...