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La chuleta perfecta aguarda en Jiménez de Jamuz

La conexión con los bueyes de José Gordón, agrónomo y dueño de uno de los grandes templos de la carne

La chuleta perfecta aguarda en Jiménez de Jamuz

El rey de las chuletas habla con la misma rapidez y energía de un fusil ametrallador. En Jiménez de Jamuz, por las inmediaciones de La Bañeza, la tarde va cayendo y arrastra consigo los vapores de un día caluroso. Al volante de un todoterreno, José Gordón bromea con el panadero que anda por el arcén de la carretera en dirección al pueblo. Otro vecino alrededor de las cepas de prieto picudo arrasadas por las heladas, le devuelve el saludo. Todos se conocen. Son 800 almas que sólo se multiplican en verano.

Desde el cercado de las reses el viaje de regreso hasta la bodega El Capricho es corto. Por el camino, Gordón cuenta sus proyectos, se lamenta de algún que otro contratiempo, el eco de una incautación hace unos años de carne mal precintada, de los gastos en relación a las ganancias, y se muestra ufano al recordar la hora en que el "New York Times" lo hizo famoso y abrió paso a la universalidad de sus chuleteros. Desde ese momento no ha dejado de recibir elogios de la prensa internacional de prestigio, visitas de documentalistas de televisión y un peregrinaje gastronómico que no cesa.

Dentro de la cerca, más de un centenar de cabezas de ganado, bueyes castrados de las mejores razas ibéricas se mueven perezosamente y se frotan con las encinas para rascarse y aliviar los picores. Gordón, ingeniero agrónomo, ganadero, cocinero y propietario de uno de los mejores restaurantes de carnes del mundo, conoce e identifica a cada uno de ellos con sus peculiaridades, peso, edad, ánimo, estado de salud, etcétera. Ha dejado de ponerles nombres para que el trago de sacrificarlos no resulte tan duro. En 30 hectáreas de finca junto a un embalse, con pastos aparentemente resecos y embriagadoramente aromáticos, remolonean magníficos ejemplares de las mejores razas de España y Portugal, rubias gallegas, asturianas, casinas, miñotas, maronesas, sayaguesas zamoranas y barrosas trasmontanas, color negro medianoche de enormes cuernos que parecen huidas del laberinto del Minotauro. Gordón se acerca a ellos, susurra, los acaricia, se pavonea: el buey castrado no es tan agresivo como pudiera parecer a simple vista, pero su presencia intimida. Algunos rondan los 1.400 kilos. Otros los superan. Su consumo sobrepasa el equivalente de pienso y 1.800 kilos más de forraje. Ninguno con menos de cinco años sale para el matadero. Es a partir de esa edad cuando los sacrifican en Astorga: hasta entonces sumados los gastos, la manuntención le ha salido al ganadero por un pico. Hay que tener buen ojo para decidir el momento oportuno para sacrificar los animales, no hay dos iguales. Este llega cuando atesoran la cantidad ideal de grasa y de fuerza. Dos o tres semanas después, puede ser demasiado tarde.

José Gordón ha dedicado las últimas décadas de su vida a la búsqueda de la carne perfecta. Durante 30 años mantiene su explotación ganadera, la más variopinta colección de bueyes ibéricos, en un pequeño pueblo leonés en el culo del mundo, como podría pensar cualquiera que llegase hasta allí por primera vez. Es lo nunca visto. El sueño de un pirado hecho realidad. De un tipo obsesionado por la carne que ha convivido con vacas desde que era un chaval y que tiene con ellas, según él mismo asegura, "una conexión especial".

Del matadero, la carne que se consume en la bodega El Capricho pasa a una cámara con aire acondicionado justo enfrente del restaurante, una morgue bien organizada. Normalmente, permanecerá allí 90 días para intensificar el sabor. A otros productos de Gordón, la cecina, por ejemplo, de las mejores que se pueden encontrar, le esperan períodos más largos de curación. El tiempo de curación para la carne no siempre es el mismo, depende de las características del animal. Ha habido partidas que han alcanzado un punto de noble podredumbre en la cámara. Uno entra en ella y le invade el olor a sebo. Lo primero que se le pasa por la cabeza es que si la visita se hace larga no comerá jamás lo que está allí encerrado. Pero inmediatamente después con la enorme chuleta premier de dos kilos en la mesa, asada, sobre las encinas, cambia radicalmente de opinión. La textura, la grasa maravillosamente distribuida y esas notas de fruto seco y mantequilla noisette tardarán en olvidarse. "Nunca hay una chuleta igual que otra", comenta el jefe, que ha elegido un chuletero de un buey de raza miñota con cuatro meses de maduración.

Son las nueve de la noche. En El Capricho, una asombrosa y acogedora red subterránea de habitaciones excavadas en la roca, con una de las mejores bodegas de Castilla León, se sientan a la mesa unos brasileños. Cerca de ellos, unos malayos. "Los brasileños dicen que no han comido una carne igual en su vida", dice Gordón entusiasmado.

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