Me avisa Álvaro que el lunes volverá a haber una cena con fados en Celia Pinto, el estupendo restaurante portugués de Oviedo. La comida y el fado siempre han tenido, pese la mística que rodea a este último, una curiosa compenetración. Escuché los primeros fados en la desaparecida Guitarra da Bica, de Milú Ferreira, donde Luiz Costa, el habitual maestro de ceremonias, pedía silencio a un público beodo que se las arreglaba mal que bien para atinar con la cuchara en el tazón de caldo verde reparador en medio de la solemne oscuridad de aquel garito. . A la Guitarra se llegaba bien a pie, descendiendo desde el Bairro Alto hasta el barrio de Santos o, al contrario, subiendo la cuesta empinada de la calzada de Bica. En este último caso, lo recurrente era utilizar el elevador y apearse a mitad de camino, que era donde se encontraba la casa de fados. En aquellas noches de la Lisboa de los ochenta, lo habitual era llamar a la puerta de los locales para ver si le recibían a uno, pero la casa de Milú Ferreira, permanecía abierta y el sonido de las violas y las guitarras portuguesas salía despedido desde el interior: fin de trayecto.

¿De dónde viene el fado? Para quienes se lo preguntan la respuesta está en el viaje de ida, y a veces vuelta, de miles de portugueses que se embarcaron hacia tierras de África y América. En la propia desembocadura del Tajo: en las saudades y en la nostalgia. Y en la dificultad de un pueblo para explicarse sin apenas comprenderse. Lo dice Amália en una de sus grandes interpretaciones: " El fado nació un día en que el viento apenas soplaba y el cielo y el mar prolongaba, en el puente de un velero, en el pecho de un marinero, que estando triste cantaba".

El bacalao, que borda Celia en su restaurante, es es un príncipe generoso de los mares. Si no fuera por él habría pueblos que no conocerían el pescado. De hecho, los salazones permitieron que se comiesen peces en épocas en que transportarlos frescos a algunas latitudes resultaba misión imposible. Por ese motivo, el bacalao siempre despertó el interés comercial de los países con grandes flotas. En 1510, Portugal e Inglaterra firmaron un acuerdo contra Francia para sus capturas. Veintidós años después, el control de la pesca en Islandia derivó en un conflicto entre ingleses y alemanes, conocido por la Guerra del Bacalao. En 1585, otro gran litigio envolvió a ingleses y españoles. Finalmente, fueron los marineros vascos, que persiguieron las especies hasta los bancos de Terranova, quienes propinaron una paliza a Inglaterra en el mar de Winchester.

El Estado Novo incentivó en tiempos de Oliveira Salazar la pesca de uno de los productos básicos en la alimentación de nuestros vecinos ibéricos. En Portugal, el bacalao ha sido en más de una ocasión epicentro del debate nacional. La subida del precio de los salazones produjo crisis en varios gobiernos en las etapas salazaristas y también, aunque de forma más anecdótica, posteriormente. Los bacalaos que se consumen en Portugal y en España son distintos. Aquí se prefiere el verde o a media sal, que debe conservarse en frío a unos cinco grados en las cámaras; su estado óptimo es la textura flexible de la carne y el color blanco. La mala conservación produce una rigidez que hace desaconsejables las piezas. Los bacalaos de los portugueses, muy curados, tienen una apariencia amarillenta por la deshidratación, un color dorado. Al contrario de lo que ocurre con el verde, los someten a un proceso de secado pasándolos por un túnel de aire caliente. Entre nosotros el bacalao goza tradicionalmente de una gran aceptación, pero en Portugal forma parte de una especie de liturgia: es su seña de identidad, igual que la saudade o el fado. Por eso este último tiene su aliado en la gastronomía.

Plácet, un placer. Hablar de Plácet, el vino de Álvaro Palacios, es hacerlo de uno de los mejores blancos del país. Lo fue desde el primer momento en que marcó una época cuando en La Rioja nadie se dedicaba a extraer de la viura sus mejores cualidades. Ahora los blancos riojamos vuelven a situarse donde realmente les corresponde, en lo alto, tras el hartazgo por los verdejos y los albariños que huelen como los ambientadores del hogar. Bebí Plácet Valltomelloso, de Herencia Remondo, de la añada de 2007 y aún muestra vigor y prodigio. Bien conservado, las añadas actuales tienen diez años por delante. El precio de la botella, sobre 16 euros.