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Comidas y bebidas

Los chefs que cocinan para las estrellas

Los chefs que cocinan para las estrellas

No es el primer caso y seguramente tampoco será el último. Sébastien Bras, hijo del gran Michel Bras, clamó el pasado septiembre en las redes sociales para que lo liberasen de la carga que suponen las estrellas Michelin. "Quiero seguir buscando la excelencia pero manteniendo un espíritu libre, sin tensión". Gualtiero Marchesi, el legendario chef italiano, ya había renunciado antes al juicio francés después de haber sido despojado de uno de los florones y en vías de abrir un nuevo restaurante para seguir dando de comer sin perder dinero ni salud. Otros también lo hicieron para aliviarse y no tener que estar pendientes del sobresalto o la tiranía de la guía más influyente.

Bras ha recibido las tres estrellas en su restaurante familiar de Aubrac, en el macizo central francés, durante diez años en lo más alto del firmamento, pero confiesa estar algo cansado. Michelin ha exprimido el talento durante décadas creando un modelo de cocinero más pendiente de satisfacer sus caprichos que los de los clientes. Algo falla, entonces. Las aspiraciones de la Guía Roja y las del comensal que aspira a comer como es debido en un restaurante en el que paga, por lo general, una factura alta, no siempre se corresponden. A veces incluso circulan por caminos muy distintos.

El criterio francés resulta cada vez más inextricable, con frecuencia responde a una percepción caprichosa, vinculada en la mayor parte de las ocasiones con la oportunidad que brinda el negocio, otras con la sinuosa determinación de asombrar con sus decisiones. Por este motivo el cliente del restaurante no está siempre seguro de si pagando trescientos euros por comer va a conseguir hacerlo, ya no hablo de la perfección o de la excelencia que en un tiempo garantizaban los establecimientos mejor calificados por Michelin. Las experiencias propias y las compartidas resumen la decepción por un tipo de restaurantes y de cocineros encumbrados sin que se sepa por qué razones.

La Guía Roja, que el miércoles, presentó en Tenerife su nueva edición para España y Portugal, resulta ser paradójicamente y con las mayores atribuciones el instrumento de referencia que tenemos en cuenta al juzgar a los cocineros y sus comedores. La cocina que se hace en la actualidad la juzgamos basándonos, en buena medida, en el reparto de las estrellas y el criterios que manejan inspectores anónimos, cansados y mal pagados, que actúan como auténticos funcionarios. Hay que admitirlo, en cuanto a marketing no hay quien supere a Michelin, que dedica a los restaurantes muchas altas que bajas, silencia la buena calidad de la cocina de muchísimos establecimientos y cocineros que no se adaptan a sus reglas del juego no siempre fáciles de captar, y mantiene con una, dos y tres estrellas a otros que nadie se explica por qué están ahí, ni por cocina, ni por servicio, ni por instalaciones. El deseo de salir, sin embargo, sigue siendo menor que el de entrar o mantenerse dentro del sistema. Mientras que Bras, en Francia, pide ser eximido de la carga onerosa, Ángel León, en España, nuestro chef del mar, copa la actualidad del triestrellato.

Caviar. Las tres variedades de caviar del Caspio tienen nombres diferentes, distintos colores, sabores y precios. El más caro, el beluga, es de grano grueso y gris claro. El osetra, grano intermedio y de color marrón tirando a pardo, tiene un sabor que recuerda al de las ostras. Finalmente, el sevruga, de grano oscuro y pequeño, es más intenso y menos sutil en cuanto al sabor. Esta noche a las nueve, en Oh Delice!, la delicatessen y bar a vin de inspiración francesa de la calle Magdalena, se ofrece la oportunidad de probar variedades rusas e iraníes acompañadas de champaña de pequeño productor y vodka.

El hermano mayor de Pruno. Posiblemente, como explican en la bodega, Finca Villacreces, el estupendo tinto de Ribera del Duero, ha podido estar algo eclipsado por el éxito de su hermano menor Pruno, un vino que madrugó para hacerse con los elogios de Robert Parker. Finca Villacreces 2015, goloso, repleto de fruta y con la elegancia que caracteriza a los mejores de la zona, procede de una selección de las parcelas con los rendimientos más bajos dentro de las 140 hectáreas de viñedo de la bodega en Quintanilla de Onésimo. Tempranillo, con algo de cabernet y merlot, tiene 14 meses de crianza. La botella cuesta alrededor de veinte euros.

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