Anthony Mann, nacido Emil Anton Bundsman en el seno de unos emigrantes judíos alemanes en los Estados Unidos, fue uno de esos gigantes que hicieron arte en la industria de Hollywood. El que fuera, a efectos de inventario frívolo, marido fugaz de Sara Montiel (a la que dirigió en su peor película) y víctima del productor Kirk Douglas en Espartaco (le despidió a pesar de que lo rodado por él era magnífico) exhibió su talento sobre todo en el western (El hombre del Oeste, El hombre de Laramie, Winchester 73...) y también en sus inicios dentro de la serie B con títulos admirables.

Para conocer mejor su obra se impone la lectura del exhaustivo estudio que ha publicado Francisco Javier Urkijo en Cátedra. Para él, Mann ha sido "uno de los mejores y más importantes directores de Hollywood. Sobresaliente entre sus compañeros de generación (como Welles, Huston o Tourneur), alcanza una madurez expresiva a lo largo de los años cincuenta que conduce sus acabados hasta las realidades del arte audiovisual".

Mann fue menospreciado "a causa de su fertilidad en el filme de género y en nombre de las modas momentáneas que se han ido sucediendo. Principalmente por haber dedicado lo mejor de sus energías al western. Han sido necesarios muchísimos años plagados de oilvidos y de tópicos desde su muerte prematura, ocurrida en 1967, para que crítica y profesión le hayan terminado por reconocer como un gran creador y renovador". Hoy, matiza el autor, "se le alaba y se reconocen sus méritos en foros minoritarios para iniciados. Pero incluso ese aplauso, prácticamente clandestino, deviene injusto debido a que, en la mayoría de los casos, se articula solo sobre el conocimiento de una parte filmográfica de su obra, la más célebre y aireada por los medios de comunicación y difusión: aquella que se corresponde con sus westerns de los años 50 y con las superproducciones de los 60. Quedan, así, en un olvido muy difícil de llenar sus impresionantes thrillers de serie B y sus ejercicios de estilo con producción independiente, repartidos entre las décadas de los 40 y 50".

Sensible como ningún otro cineasta a la realidad del espacio antes que a los elementos que lo desocupan y lo pueblan, "Anthony Mann consigue un retrato de la tridimensionalidad en sus encuadres prácticamente irrepetible. Podríamos calificarle sin temor como un Oteiza de la cinematografía, porque, mayoritariamente, en las tensiones dramáticas de sus planos importan más las distancias entre los personajes, los ambientes en que están envueltos, las coordenadas del vacío como absoluto espacial que las fidelidades argumentales y de acción, algo que no ocurre con la mayoría de películas producidas en Occidente".

No ha habido ningún otro director "con unos sentidos escultóricos, del volumen y del espacio tan punzantes en el cine, y por eso mismo ningún otro con una sensibilidad tan acusada para utilizar el aire de los planos, la visualización del vacío, de forma tan nítida y al mismo tiempo acertada".

Como a todos sus compañeros de generación, a Mann "le cupo en suerte acceder a la dirección gracias a los reajustes laborales que conmovieron Hollywood durante la Segunda Guerra Mundial. Aprovechando la ausencia de los directores pioneros, ahora en su mayoría moviilizados para cuvrie la vertiente documental y reportajista delconfliucto,productores y jefes de estudio promocionaron a los nuevos valores bajo fórmulas contractuales realmente draconianas". Una gran escuela para un gran director.