Vuelve el viejo molino a ser otra vez escuela de ética y de estética. Vuelve el arte que necesita el fútbol para ser una ficción de la vida y para que Gijón sea, otra vez, escenario de sueños. Estamos de nuevo en la gran pasarela del fútbol. Una vez más desfilarán por esa inmaculada pradera verde, que parece sacada del palacio de un lord inglés, los nuevos artistas del balompié: Kroos, el metrónomo, Messi, supuestamente el mejor jugador de la historia, sobre todo para quienes no han visto la historia, Ronaldo, la ambición de mejora sin fin y la máquina futbolística perfecta, Varane, un nuevo Beckenbauer, y otros muchos etcéteras. Otros niños y muchos jóvenes volverán a aprender en esa vieja escuela -cuando ya no quedan maestros analfabetos, que ahora todos son grandes epistemólogos explicándonos su mendaz cháchara pipera- lo que es el arte o lo que es un artista. Los niños volverán a ver hazañas y observarán boquiabiertos cómo de unas botas salen unas volutas artísticas que parecen filigranas dóricas. Y los nombres y las hazañas de esas botas quedarán grabados para siempre en sus asombradas pupilas hasta el día del último suspiro. Vuelve el Sporting a ser la ficción de la perfección soñada. No se trata de ganar, que eso es sólo el adorno que acompaña al triunfo, se trata de ver cómo unos atletas pisan el misterio y nos regalan a los demás un regate tan bello como el mejor verso de un poema homérico.

Hastiados del mundo no sabemos ya cómo soportar los dogmas y milongas de esta exangüe contemporaneidad. Está el mundo haciéndose, a la vez, dogmático y ateo, lógica incongruencia de nuestros desvaríos. Pero, en medio de ese ocaso, una modesta ficción resiste, más dura que el acero, el peso gigantesco de nuestro escepticismo y de nuestro desasosiego histórico: esa nube roja y blanca que el cielo puso encima de nuestra cuna de arena. Cada vez que oímos la palabra Sporting, cada vez que vemos una foto de aquella tribuna desaparecida, cada vez que recordamos a aquellos maestros analfabetos sentimos la brisa olorosa de la tierra amada, oímos la voz de nuestros padres, y renacen en la memoria vivísimos recuerdos de esa desembocadura que para nosotros lo es, sencillamente, todo. La vida. La misma vida que sentimos en un furioso acorde de Beethoven, en un texto críptico del gran Kraus, o en el esplendor de las hojas de Whitman. Renace entonces el amor a la belleza que nació en aquella pobre pila bautismal donde nos amueblaron el gusto y la cabeza utilizando la tontería de un balón que representa el azar del mundo y de la existencia. Eso es El Molinón, lugar de revelaciones, escenario donde se les aparece el arte a quienes no tienen un Velázquez en el salón de su casa, el valle de Elah en el que quizá pueda repetirse, un domingo cualquiera, la mágica historia de David y de Goliath. Eso es el Sporting: el cuerpo que nos cubre el alma. Por decirlo con el clásico: polvo, seguramente solo polvo, mas polvo enamorado. De amor eterno a Gijón y de recuerdo a las infinitas lágrimas de su historia.

Es Gijón una extraña contracción de cinco letras. Un umbral lleno de misterios, o el paso siempre turbulento del mar a la tierra. Pertenecemos a un mar de pescadores, copia minúscula de todos los mares del mundo. Estamos hechos de barro marítimo y nacemos con los pies hundidos en unas olas frías, espumosas y refrescantes como el champán. Nuestra cuna es la fina arena. Nos rodean montes lejanos y cercanos, hijos grandes o pequeños de la madre Naturaleza. Ella nos dio en herencia un paisaje verde que en su húmedo resplandor ciega. Vivimos desde mil generaciones en esa intensidad verde. Y para nosotros no existe otro cielo. Somos una ciudad de nubes que van y vienen vagabundeando entre las estrellas. Sobre esa cuna hay una nube, heterodoxa y quieta, que derrama sobre nosotros un efluvio invisible que nos empapa el alma. A esa nube roja y blanca la llamamos Sporting, quizá porque vino de Inglaterra, y es un amor en el que ingresamos antes de comenzar a hablar. Ese amor no se apaga nunca con nada: ni con ridículos, ni con derrotas, ni con injusticias, ni con engaños, ni con incompetencias, ni con incapacidades, ni con traiciones. Es un amor inmortal que vive incluso más allá de la muerte.