A sus 40 años, Kate Winslet ha dejado claras dos cosas: su inmenso talento y su habilidad para salir airosa de cualquier embolado en el que acepte estar, y en los últimos años los tiene de grueso calibre. El último, estrenado el viernes, es La modista, un estrafalario cruce de géneros con más errores que aciertos donde Winslet juega a reírse de sí misma con un personaje con costuras dramáticas pero cosido con puntadas delirantes. Menos mal que antes brilló con luz muy propia en Steve Jobs, como la fiel mano derecha del protagonista: un trabajo matizado al máximo en un registro de contención/subordinación tan inteligente como difícil. Nada que ver con sus apariciones en la saga Divergente, una manera fácil de ganar mucha pasta con poco esfuerzo.

Tampoco el estropicio de Una vida en tres días, a pesar de ser una película que se toma muy en serio, ni la histérica Un dios salvaje hicieron justicia a una actriz que venía de dar una lección magistral de desgarro, coraje y amor en la miniserie Mildred Pierce tras el parón que siguió a uno de sus trabajos más completos, Revolutionary road. Dirigida por el que fue su marido, Sam Mendes, estaba coprotagonizada por Leonardo DiCaprio en un muy promocionado reencuentro una década después de haber hecho llorar a medio mundo con su trágica historia de amor en Titanic, la película que hizo de ambos unas figuras internacionales a pesar de que ninguno de ellos daba, ni da, el perfil de estrella al uso, algo que la actriz dejó bien claro al rodar poco después Holy smoke, con momentos de una sexualidad explícita y pariente de la escatología.

Curtida en la televisión en sus comienzos, una jovencísima Winslet de 17 años dejó a más de uno con la boca abierta en Criaturas celestiales, que sigue siendo la mejor película de Peter Jackson. Tras el clamoroso error de Aventuras en la corte del rey Arturo, Winslet se desquitó con la delicada versión de Sentido y sensibilidad que rodó Ang Lee, fue una Ofelia perfecta en el desmesurado Hamlet de Kenneth Branagh y se entregó en cuerpo y alma a Michael Winterbottom en Jude, una pulcra aunque gélida versión de la novela de Thomas Hardy en la que la actriz se desnudaba por dentro y por fuera sin reparo alguno.

Digerir un éxito de la magnitud de Titanic no es sencillo. Tanto DiCaprio como Winslet, grandes amigos en la vida real, lo hicieron a partir de una premisa irrenunciable: respetar su talento e intentar conciliar una carrera respetable sin darle la espalda tampoco a productos comerciales dignos como Enigma. Quills, Iris o La vida de David Gale son buenos ejemplos de cine que no alcanza grandes cotas artísticas pero sí mantiene un nivel medio aceptable: digno. Mucho más interesante fue su aparición en la muy imaginativa Eternal sunshine of the spotless mind (aquí ¡Olvídate de mí!). Ni Descubriendo nunca jamás ni Todos los hombres del rey estuvieron a la altura de las expectativas, siendo una película más modesta como Juegos secretos donde Winslet tuvo un personaje a la altura de su talento en una crónica amarga y perspicaz de la gangrena matrimonial y las urgencias de la piel. Tras la insignificante Vacaciones, Winslet vivió su gran año en 2008: El lector ("Oscar" incluido) y Revolutionary road, dos obras muy ambiciosas en todos los terrenos (la primera con resultados muy inferiores a sus pretensiones) que tenían en su actriz protagonista la mejor baza para inyectar pura vida a las dramáticas historias. Desde entonces, y salvo el paréntesis de Mildred Pierce y Contagio, la carrera de Kate Winslet circula por carreteras secundarias en las que ella es el principal reclamo. Claramente desaprovechada. Cuando recibió el "Oscar" tras un rosario de nominaciones sin premio dijo: "Tenéis que perdonarme, no estoy acostumbrada a ganar". Esperemos que vuelva a hacerlo. Pronto.