Se llamaba Carlo Pedersoli, y era un napolitano gigantesco y bondadoso, versado en el extraño arte de la presencia. Eso, la "presencia", es algo difícil de explicar e imposible de aprender: se tiene o no se tiene. Podría decirse que es la cualidad de llenar la pantalla y atrapar el interés del espectador sólo con estar dentro de plano. Carlo Pedersoli tenía presencia, lo que no le venía nada mal, dado de no era precisamente un gran actor.

Pero el talento no lo es todo, como bien sabía el bueno de Carlo. El trabajo, la paciencia, la fortuna y un nombre adecuado también pueden llevarte al estrellato. No son pocos los actores que se han cambiado el nombre: Issur Danielovitch, hijo de judiós bielorrusos emigrados a Nueva York, adoptó el nombre de Kirk Douglas para alcanzar la eternidad; Allan Stewart Königsberg siempre será conocido como Woody Allen y nadie sospecharía que el verdadero nombre de John Wayne era el muy poco viril Marion Michael Morrison.

Carlo Pedersoli no iba a ser menos. De su afición a la cerveza Budweiser extrajo un nombre, y de su admirado Spencer Tracy un apellido. Era 1967 y había nacido Bud Spencer. Claro que, para entonces, Carlo Pedersoli rondaba los cuarenta y ya tenía muchas historias que contar.

Nacido en Nápoles en 1929, Pedersoli emigró de niño a Sudamérica con su familia, viviendo en Argentina y Uruguay. Con veinte años, ya de vuelta a Italia, comenzó a nadar para el club SS Lazio de Roma y ganó el campeonato de Italia de 100 metros libres. Lograría esa hazaña en otras seis ocasiones, estableciendo además un récord nacional y obteniendo varios títulos para su país, tanto en natación como en waterpolo.

Cuando la piscina se le quedó pequeña, comenzó a rondar los platós. Su suerte cambió en 1967, el año en el que cambió su nombre por el de Bud Spencer y fue contratado para coprotagonizar una película con otro actor italiano oculto bajo un nombre anglosajón: Mario Girotti, rebautizado como Terence Hill.

A diferencia de Pedersoli/Spencer, Girotti/Hill tenía tablas y talento como actor. Había tenido un papel de cierta relevancia en el clásico inmortal El Gatopardo (Luchino Visconti, 1963). Pero en la Italia de los sesenta era más fácil comer haciendo spaghetti-western que interpretando a Lampedusa, así que Girotti hizo la maleta y se fue a Almería.

Allí se encontró con Bud Spencer, y los engranajes del destino encajaron de golpe. La pareja protagonizó en 1967 la película Tú perdonas, yo no. El filme funcionó bien y en los dos años siguientes se filmaron sendas secuelas. Pero sería otro western el que lanzaría definitivamente al estrellato a Bud Spencer y Terence Hill, convertidos ya en pareja de hecho artística: Le llamaban Trinidad (1970), a la que seguiría una segunda parte, Le seguían llamando Trinidad (1972).

El funcionamiento de la pareja, habitualmente compinches o hermanos en busca de un botín, tenía resonancias clásicas: Hill era el pícaro, mientras que Spencer era el bruto, de gran corazón y modales rudos. Al final, en sus películas abunda el humor y los mamporros. Y en eso, todo hay que decirlo, eran los mejores: Terence Hill tirando de reflejos y agilidad, Bud Spencer con su mandoble a mano abierta y su icónico puñetazo en la coronilla, de una estética que ni siquiera Obélix podría igualar.

La pareja funcionó como un reloj durante 17 inolvidables películas que, a día de hoy, ha visto todo quisqui. Y si no, nos enfadamos (1974), Estoy con los hipopótamos (1979) o Quien tiene un amigo, tiene un tesoro (1981) forman parte de la educación de todo adolescente de bien, sobre todo si esa adolescencia coincidió con las décadas prodigiosas de los setenta y los ochenta del pasado siglo. . Los años en los que a Carlo Pedersoli, que falleció días atrás sumiendo en la pena a sus innumerables fans, le llamaban Bud Spencer.