Ella fue la musa de Fernando Fernán-Gómez, su cómplice, su compañera. La mirada constante y la palabra precisa para saciar y contener al que John Hopewell calificó, con toda justicia, como "el artista más vigorosamente nacional de España". Pero también fue una mujer de fuertes convicciones políticas, que llegó a trasladarse a París para participar en las manifestaciones de mayo del 68, y una actriz de talento, cuya carrera fue más breve de lo que su potencial exigía. Emma Cohen, fallecida días atrás a los 69 años, aparcó su carrera en favor de su vida personal, pero de algún modo su trayectoria, y su propia biografía, son un reflejo de la época que le tocó vivir.

Al igual que hay cineastas de la Transición, cuya carrera perdió fuelle cuando los cambios sociopolíticos superaron la mirada comprometida de sus filmes, también hay actores y actrices de la Transición. Emma Cohen, era una de ellas. Nacida como Emmanuela Beltrán Rahola y procedente de una familia de la burguesía catalana, Emma Cohen estudiaba la carrera de Derecho cuando sintió la llamada del teatro. Sobre las tablas, labró su prestigio especialmente a partir de 1968, cuando participó en la recordada versión de Marat/Sade, la obra de Peter Weiss, dirigida por Adolfo Marsillach. En paralelo comenzó a trabajar en el cine y la televisión.

En 1970, participa en el rodaje de la comedia Pierna creciente, falda menguante, en el que conoce a Fernán-Gómez. Se hicieron inseparables y, en las décadas siguientes, la actriz sería la más estrecha colaboradora del genio, unas veces en pantalla y otras entre bambalinas. Entre sus colaboraciones destaca ¡Bruja, más que bruja! (1976), singular zarzuela esperpéntica conectada con la magistral El extraño viaje (1964), que precisamente, y como si de un guiño del destino se tratase, se reestrena este fin de semana.

La trayectoria de la Cohen, sin embargo, se fue apagando poco a poco. Se destapó como escritora y veló por Fernán-Gómez cuando el cineasta enfermó, pero sus inolvidables ojos verdes dejaron de aparecer en pantalla.

Su mejor retrato, en todo caso, lo trazó Fernán-Gómez en El tiempo amarillo: "La década de los 70 fue mi mejor verano, un poco tardío, pues me llegó en pleno otoño. Un día, durante el trabajo, entre los árboles de la Casa de Campo, dentro de un coche de caballos, disfrazada de antigua, encontré a la compañera de mi vida. Era joven, hermosa, alegre, pensativa. Le gustaba leer, quería trabajar en el cine, en el teatro, dirigir películas, escribir, cambiar el mundo. Quería ser libre, ser ella, y estaba sola y no quería estar sola. A partir de entonces compartimos nuestros proyectos, confundimos nuestros recuerdos, trabajamos y esperamos juntos. Llenó la casa de risas, de bromas, de juegos, de amigos. Cuanto ella podía tener de hospitalario me lo entregó, procurando, con su gran instinto, restañar las viejas heridas y, con minuciosa delicadeza, no abrir ninguna nueva".