De esquiva biografía y brillante trayectoria como escritor, Edgar Neville está considerado como uno de los principales cineastas de nuestra historia y, a mayores, como una figura capital en la cultura española de posguerra. Su obra destaca además por estar enraizada en su Madrid natal, una cualidad que esgrime ahora el Comisionado de Memoria Histórica de Madrid para proponer al gobierno de Manuela Carmena que dedique a Neville una de las 27 calles cuyo nombre prevé cambiar en aplicación de la Ley de Memoria Histórica.

La propuesta, que puede resultar llamativa debido al apoyo de Neville al bando sublevado durante la Guerra Civil, no lo es tanto en atención al innegable nivel de su obra y, también, a las singularidades de su biografía. Y es que a lo largo de su vida, Neville siempre tuvo un encaje difícil con su tiempo. Durante la Segunda República, su condición de noble (era Conde de Berlanga de Duero) chocaba con sus opiniones progresistas. En la posguerra, en cambio, le miraban con recelo por sus amistades republicanas y su condición de separado. Sólo en Hollywood, donde residió entre 1928 y 1931, parecía estar plenamente a gusto, rodeado de amigos como Charles Chaplin y Douglas Fairbanks.

Mas su corazón siempre estuvo en Madrid, en sus cafés y sus calles, que trasladó como nadie a la pantalla. En sus películas se percibe además con nitidez la oposición de Neville a determinados postulados del régimen. Todo ello, en conjunto, ha permitido que con el paso de los años su figura sea apreciada por igual por unos y por otros, sin valoraciones políticas que contaminen su análisis. Algo que ahora podría propiciar que Madrid, por fin, dedique una calle al cineasta que mejor supo capturar su esencia.