Cuando el siglo XX agonizaba, ellos eran los reyes. Mel Gibson y Kevin Costner brillaron en los noventa, liderando las taquillas y cosechando premios y buenas críticas con su paso a la dirección. Pero sus erráticas elecciones profesionales, en el caso de Costner, y una convulsa vida personal, en el de Gibson, lastraron decisivamente sus respectivas carreras. Ahora, ambos estrenan película, en un intento de reactivar sus maltrechas trayectorias profesionales.

En sus años de gloria, Costner era considerado el prototipo de americano honesto y trabajador, una perfecta mezcla entre Gary Cooper y James Stewart. Tras descollar en Silverado (1985), el actor se aupó al estrellato con películas como Los intocables de Eliot Ness (1987), No hay salida (1987), Los búfalos de Durham (1988) y Campo de sueños (1989), un auténtico fenómeno social en Estados Unidos.

De ahí, al cielo. En 1990, Costner se pasó a la dirección con Bailando con lobos, western pro-indio que fue un inesperado taquillazo y arrasó en los premios "Oscar" con siete estatuillas. En los años siguientes, el actor eligió con tino sus papeles, alternando éxitos como Robin Hood, príncipe de los ladrones (1991) y El guardaespaldas (1992) con filmes de prestigio como JFK (1991) y Un mundo perfecto (1993). Pero su buena estrella comenzó a declinar en 1995, cuando se embarcó en Waterworld.

Un rodaje infernal y diversos infortunios climatológicos dispararon el presupuesto hasta los 175 millones de dólares, el doble de lo proyectado. Pese a todo, el filme recaudó 264 millones en todo el mundo. Costner, a la sazón productor, respiró aliviado. Pero no aprendió la lección: dos años después se embarcó en Mensajero del futuro, este sí un verdadero fracaso en taquilla.

Desde entonces, su carrera no ha levantado cabeza, aunque en los últimos años ha recuperado prestigio gracias a la miniserie Hartfields and McCoys, que le reportó un Globo de Oro, y a su desempeño como secundario de nivel en filmes como El hombre de acero. Ahora, retorna a un papel protagonista en Criminal.

Ese mismo año de 1995 en el que Costner iniciaba su declive, Mel Gibson triunfaba en los "Oscar" con Braveheart. Para entonces, este australiano que se había hecho un nombre con Mad Max (1979) llevaba varios años asentado entre la élite de Hollywood, donde brillaba como protagonista de una lucrativa franquicia: Arma Letal (1987-1998).

El mejor momento de la carrera de Gibson se vería a partir de Braveheart. Como actor, encadenaría taquillazo tras taquillazo hasta Señales (2002), que recaudó más de 400 millones de dólares en todo el mundo. Claro que esa cifra palidece frente a los más de 600 millones que cosechó su siguiente película como director: la barroca La pasión de Cristo (2004), rodada en latín, hebreo y arameo. Una práctica idiomática que repetiría en Apocalypto (2006), vigorosa revisión de El malvado Zaroff ambientada en la América precolombina y dialogada en maya.

Mas para entonces, la convulsa vida personal del australiano comenzó a lastrar su carrera. Su matrimonio con Robyn Moore entró en barrena y Gibson dejó de hacer películas para protagonizar escándalos, siempre bañados en alcohol y salpicados con arrebatos homófobos y/o antisemitas.

En los últimos años, Gibson ha tratado de retomar el pulso como héroe de acción, esfuerzo en el que se inscribe Blood Father. Un buen aperitivo antes de su retorno a la dirección con Hacksaw Ridge, que estos días se presenta en el Festival de Venecia.