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Ni sonrisas ni lágrimas

Dani Rovira tuvo mucha culpa del éxito descomunal de Ocho apellidos vascos. Cayó en gracia y su personaje atolondrado, simpático, torpón, buenazo y bocazas hizo que una comedia romántica del montón encandilara a un montonazo de gente. Moló, que diría él. Luego presentó con bastante gracia los "Goya" y la cosa se empezó a estropear por exceso de trabajo. La segunda parte de "Ocho apellidos" tenía ocho veces menos gracia y la segunda gala goyesca ya sonó a fórmula gastada.

Rovira, lejos de pararse a pensar y descansar, se metió en una vorágine de curro aceptando incluso trabajos para los que no está aún preparado. Trabajos de actor con recursos, no de tipo gracioso que mola. Y en esas llega una propuesta para acercarse a papeles más dramáticos con toques de comedia. Y se va a Oviedo a rodar, sin oficio suficiente ni preparación necesaria, El futuro ya no es lo que era, una cinta que naufraga en sus propias contradicciones, empezando por un cartel promocional engañoso y terminando con una manifiesta indefinición en sus pretensiones que tiene su mejor ejemplo en ese acento neutro de Rovira, ni vasco ni andaluz, que le despersonaliza y le hace insípido, lo que es especialmente dañino si tenemos en cuenta que su voz en off aparece constantemente.

En una escena digamos metacinematográfica en la que se rueda una película dentro de otra, el productor exclama: "¡Con esta comedia nos vamos a hacer de oro!". Y Rovira, ahí sí acertado, pone cara de perplejidad y gime: "¿Cómo que comedia?". Pedro Barbero ha intentado hacer un drama cómico que mira de reojo a Woody Allen, al que se homenajea explícitamente un par de veces (estatua carbayona obliga), pero cada dos por tres se saca de la manga ancha gags chirriantes que no pegan ni con cola: el de la manguera en el jardín, la pelea mientras una presentadora habla a la cámara, la escena más vista que el tebeo de la compra de ropa con cancioncilla de fondo, las cenizas que el viento devuelve, el momento guitarrero en un pasillo o el ajuste de cuentas con el director del colegio para ser un papá colegui... Y si en esas escenas "graciosas" Rovira puede dar el pego para sus fans (igual que cuando hace una especie de remedo de El club de la comedia al principio o en los títulos de crédito finales), cuando llega el volantazo hacia el drama la función se viene abajo. No es agradable ver a la gran Carmen Maura aguantando el tipo mientras a su lado Rovira no sabe cómo expresar lo que siente su personaje. Tampoco lo es cuando Maura hace otro despliegue enorme de interpretación con su nieto en la ficción, y el chico, que hace todo lo que puede, tampoco resulta creíble. Los fallos de reparto abren tantos boquetes que es imposible que la tripulación con oficio pueda taponarlos todos. Si a eso añadimos un guión que suelta en bombardeo racimo frases sentenciosas que parecen copiadas de alguna web de citas ("el futuro es el pasado que se hace mayor", "ser feliz consiste en bailar la música que nos toca en cada momento", "los finales son siempre nuevos principios", "Si Adán y Eva no se divorciaron es porque en el paraíso no había ningún abogado") y que se pasa al melodrama sin convicción y con escasa emoción, cabe preguntarse: ¿queda algo para salvar de la quema aparte de las citadas actrices y una lustrosa fotografía que saca muy guapos los lugares típicos de Oviedo para justificar la improbable residencia en Asturias de un personaje así? Sí, queda alguna idea visual bonita (el rostro de Maura en los cristales de las ventanas recordando su vida mientras pasan las estaciones, el primer encuentro de Rovira con su futura exesposa corazón mediante, cierta conversación lunática en la terraza) y quedan los rescoldos de una idea prometedora sobre cómo liquidar al invencible Superman para vivir la vida como un vulgar Clark Kent pero sin renunciar a montarse en el coche de Regreso al futuro y soñar.

Por desgracia, El futuro ya no es lo que era, pese a su esfuerzo de producción y la ilusión desbordante de su director, tiene demasiadas piezas defectuosas para que llegue a carburar.

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