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Los Romanov, un "Juego de tronos" a la rusa

Conspiraciones, asesinatos, torturas, excesos sexuales y alcohólicos, farsas, represión y revueltas llenan los 300 años de una dinastía con veinte soberanos liquidada con la llegada de los zares rojos

Los Romanov, un "Juego de tronos" a la rusa

Que un gran periodista e investigador como Antony Beevor diga que la trama de Juego de tronos es como tomar el té con unas monjitas comparada con la verdadera historia de Los Romanov es la mejor carta de presentación para uno de los libros más fascinantes del año. Desde el primer zar Romanov (Miguel, en 1613), hasta el abismo donde se precipitó Nicolás II abriendo las puertas a la llegada de los zares rojos (Lenin y Stalin) con episodios tan apasionantes como los reinados tiránicos de Pedro y Catalina, Simon Sebag Montefiore nos sube a una vertiginosa montaña rusa que nos proporciona muchas claves actuales: por qué alguien como Putin tiene tanto poder.

Estamos ante una historia épica (y catastrófica) en la que no falta nada de lo que incluiría cualquier autor de novelas históricas al por mayor: conspiraciones, luchas de borrachos, asesinatos, torturas, empalamientos, excesos sexuales y alcohólicos, charlatanes, farsantes y -Beevor subraya- "riqueza ostentosa basada en una agotadora servidumbre y un círculo vicioso de represión y revueltas". Hay episodios bélicos a gran escala, hay diplomacia, intrigas de la corte, intimidades sorprendentes que aportan una imagen extraordinariamente veraz de los veinte soberanos que desfilan por sus páginas. Miserias humanas en busca de gloria. O de poder. O de dinero. O de todo a la vez. Trescientos años narrados con vigor, documentados al máximo y con tanto material dentro que podrían alimentar una larga saga de novelas.

Conozcamos mejor a Miguel: "Tenía que encontrar esposa, papel magnífico pero peligrosísimo en una corte en la que el veneno era un instrumento político como otro cualquiera. A finales de 1615, el zar convocó un concurso de novias. Los cortesanos se desplegaron por todo el reino con la misión de seleccionar a una serie de doncellas adolescentes, en su mayoría pertenecientes a familias de la nobleza rural y mediana, que fueron enviadas a Moscú a vivir en casa de parientes o en una mansión especial escogida al efecto. Todas estas candidatas, tal vez 500, acababan siendo reducidas a unas 60, preparadas y acicaladas por sus familias. Las mejores jóvenes quedaban clasificadas para la siguiente fase, la revista (smotrini), en la que el propio zar seleccionaba a las concursantes, que a continuación eran examinadas por el director de la Secretaría de la Gran Corte y por los doctores reales, encargados de apreciar su fecundidad, el objetivo de todo el ejercicio. Las descartadas recibían regalos y eran devueltas a su casa, pero las finalistas -aproximadamente seis- eran trasladadas a una mansión especial del Kremlin, y luego presentadas al zar, que manifestaba su decisión entregando su pañuelo y un anillo de oro a la joven escogida".

Lo del zar Pedro es delirante: "En el otoño de 1691 estaba listo para poner a prueba a su Guardia, al mando del príncipe-césar y de Lefort, mientras que él mismo hacía las veces de humilde bombardero, en unas maniobras contra los mosqueteros. La Guardia hizo un excelente papel, tras lo cual Pedro convocó el Sínodo (o Asamblea) de los Locos, Bromistas y Borrachos, una sociedad de bebedores y comilones que en parte equivalía al gobierno de Rusia en su versión más brutal y estridente. Había empezado siendo la Alegre Compañía, pero Pedro la convirtió en una organización todavía más elaborada. Llegaban a juntarse entre 80 y 300 invitados, entre los cuales había un circo de enanos, gigantes, bufones extranjeros, calmucos siberianos, nubios de piel negra, monstruos de obesidad y chicas casquivanas, que empezaban la juerga a mediodía y continuaban con ella hasta la mañana siguiente. (...) Todos los miembros del Sínodo llevaban títulos obscenos (a menudo relacionados con el término ruso que designa los genitales masculinos, khui), de modo que el príncipe-papa era asistido por los archidiáconos Metelapolla, Tocatelapolla, o Atomarporculo, y por una jerarquía de cortesanos fálicos encargados de portar salchichas con apariencia de pene sobre unos almohadones".

La historia de la zarina Isabel trae cola: "Nadie admiraba la belleza de Isabel más que ella misma, y en su opinión como mejor estaba era vestida de hombre. De ahí que con frecuencia celebrara lo que llamaba Metamorfosis, bailes travestidos en los que adaptando los juegos que tanto gustaban a su padre, consistentes en poner el mundo al revés, ella se metamorfoseaba en un hombre guapísimo. Era una déspota de la moda, llegando a publicar decretos del siguiente tenor: 'Que las señoras lleven caftanes blancos de tafetán; que el borde de los puños y los faldones sean verdes, y las solapas vayan ribeteadas con galones dorados: deberán llevar en la cabeza un adorno en forma de mariposa de cintas verdes, y el cabello levantado y liso. En cuanto a los caballeros: llevarán caftanes blancos, camisolas con pequeñas aberturas en los puños, cuellos verdes, y ojales ribeteados de oro'. Siempre se salía con la suya. 'Me han dicho que ha llegado un barco francés con vestidos de mujer, sombreros de hombre y lunares para mujeres y tafetán dorado', decía en una carta. '¡¡Que me lo traigan todo aquí de inmediato, incluido el mercader!!' A su muerte, había 15.000 vestidos en su vestidor, más 'dos arcas llenas de medias de seda, varios miles de pares de zapatos y más de 100 cortes de traje de tejido francés intactos'".

El personaje de Catalina La Grande es irresistible: "A sus 33 años, Catalina, de pelo castaño rojizo, ojos azules, pestañas negras, figura pequeña y rellenita, pasó a caballo entre los soldados, pero entonces se dio cuenta de que a su sable le faltaba la dragonne, el tahalí o correa de agarre, y en una época en la que ese tipo de cosas tenían su importancia, el joven, a la par que sagaz sargento de la Guardia Montada que había montado anteriormente en su carroza, se acercó al galope hasta ella y le ofreció la suya. De una manera realmente audaz Potiomkin había llamado la atención de la emperatriz, que se fijó en su estatura gigantesca, su espléndida cabeza de cabellera rojiza y rostro longilíneo y delicado, con un hoyuelo en la barbilla, características que, unidas a su inteligencia, le habían ganado el apodo de 'Alcibíades'. Cuando el joven intentó regresar a su puesto entre la soldadesca, su caballo, acostumbrado a galopar en escuadrón, se negó a separarse de la zarina: 'Aquello la hizo reír ... y se puso a hablar con él', y' por esta feliz casualidad', recordaría más tarde Potiomkin, se convertiría en socio suyo en el poder y en el amor de su vida. (...) En sus primeras cartas el juego sexual se alterna con el juego de poder. 'Las puertas estarán abiertas', escribía la emperatriz en una esquela. 'Me voy a la cama. Cariño, haré lo que mandes. ¿Voy yo a ti o vienes tú a mí?' Catalina lo llamaba 'Mi cosaco' y 'Mi bijou', así como 'Mi gallo de oro', 'Mi león de la jungla' y 'Mi tigre'. Él la llamaba siempre 'Mátushka'".

Con el zar Nicolás llegó el fin: "El 20 de febrero de 1918, el Consejo de Comisarios del Pueblo, llamado por su acrónimo, Sovnarkom, y presidido por Lenin, ordenó que Nicolás fuera procesado en un lugar todavía por decidir. Los diez asesinos apuntaron al ex zar y dispararon repetidamente contra su pecho, del que empezó a manar sangre. Estremeciéndose a cada disparo, con los ojos en blanco, 'Nicolás avanzó unos metros tambaleándose hasta que cayó al suelo'".

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