Cualquiera que se diera un paseo por la jungla de las redes sociales pintarrajeadas de irracional hostilidad antes y después de los derbis habría llegado a la conclusión de que buscar un mínimo de tolerancia en las zonas más agresivas de ambas aficiones es misión imposible. Que en el nombre de una rivalidad mal entendida se cometían ataques al sentido común y la deportividad. Que los choques estériles entre forofos que no ven más allá de su bandera pisoteaban la convivencia en una tierra que no está precisamente para tirarse cohetes a la cara.

Pero hubo un hombre que consiguió lo imposible. Un brujo, sin duda, que encontró la alquimia para que dos ciudades vecinas y dos aficiones de primera olvidaran por unas horas los desatinos de la guerra de cánticos de odio y se hermanaran con lágrimas incoloras. Qué mejor homenaje que luchar entre todos para que su legado de armonía, respeto y asturianía gane este partido y dejemos de perder todos.