Hace apenas dos años pocos sabían quién era esta estilizada treintañera pelirroja, nacida en California, de nombre Jessica Chastain. Hasta entonces había realizado algunas giras teatrales en buena compañía -Al Pacino o Philip Seymour-Hoffman, ni más ni menos- y pequeños papeles en teleseries como Urgencias o Ley y orden.

Fue John Madden, director de Shakespeare in Love, quien le ofreció su primer papel en el cine en un título de alcance -La deuda, como espía del Mosad- y detrás llegaron 12 películas, rodadas entre el 2011 y el 2013.

Terrence Malik la emparejó con Brad Pitt en El árbol de la vida; Take Shelter puso a sus pies el cine independiente americano; Ralph Fiennes la eligió para su debut como cineasta en Coriolanus, y hasta logró su primera candidatura al Oscar secundario por su papel de ama de casa patosa en Criadas y señoras. Un año más tarde está pendiente de lograr el galardón, ya como protagonista, gracias a su inquietante y matizada interpretación de la agente de la CIA que persiguió a Bin Laden durante años, en la controvertida La noche más oscura, de Kathryn Bigelow, por la que ha obtenido, entre otros premios, el Globo de Oro.

Cuando recogió este, ya advirtió que no pensaba frenar el ritmo, porque había esperado muchos años que llegase su momento. Hija de un bombero y una chef de cocina vegetariana, su primera vocación fue la danza, aunque pronto cambió el tutú por el escenario y se matriculó en una de las escuelas para actores más prestigiosas de Nueva York.

Actriz de rostro transparente y gestualidad contenida, ahora estrena Mamá, una producción hispano canadiense de terror avalada por Guillermo del Toro. Remata tan vertiginosa singladura con el rodaje de La desaparición de Eleanor Rigby, un curioso experimento del director Ned Benson centrado en la historia de un matrimonio que se narra en dos largometrajes distintos; uno, desde el punto de vista de la esposa, y el otro, desde la óptica de su marido (James McAvoy). Es evidente que Chastain ha llegado para quedarse.