Ser perfecto es algo a lo que ilusoriamente se aspira pero no siempre se garantizan los resultados. Incluso puede llegar a ser contraproducente, como sucede con el caso de la cuestionada oficina de la primera dama de Estados Unidos en el Ala Este de la Casa Blanca.

Michelle Obama partió a China para promover la educación y reforzar los lazos culturales. Los portavoces presidenciales hicieron un esfuerzo por transmitir el perfil bajo de la visita. No está previsto, se dijo, un alegato a favor de la observancia de los derechos humanos. En todo el tiempo que lleva en Washington la mujer del Presidente se ha enfrentado con desigual acierto a la polémica, algo que no ha podido evitar en sus viajes al extranjero. China, a pesar de las prevenciones, no ha sido una excepción.

Las redes sociales están, como se suele decir con alarmante cursilería, incendiadas después de que decidiera almorzar con sus hijas en un restaurante tibetano de la provincia de Sichuan. Los rumores sobre la intencionalidad política de la comida se han disparado. Hay que tener en cuenta que Barack Obama se reunió en febrero con el Dalai Lama y la entrevista fue denunciada por Pekín por interferir en sus asuntos internos. Para curar el resquemor de nada sirvió que el presidente de Estados Unidos aclarase de inmediato que no apoya la independencia del Tíbet.

La trayectoria de la primera dama de Estados Unidos ha estado marcada por tormentosas redefiniciones de su papel. Desde las primeras apariciones en la campana electoral de 2008, estaba claro que poseía dotes políticas excepcionales. Al igual que Hillary Clinton, era una abogada experimentada e inteligente. Pero a diferencia de ella, oradora electrizante y capaz de enterrar la sublime agenda de su marido, Michelle Obama ha tenido al menos la intención de aplicar el sentido conservador de la mujer que ocupa el segundo plano. En 2009, atrajo hacia si personas comprometidas con las ideas que había defendido con tanta fuerza en el camino de su marido a la Presidencia. Sin embargo, el descontento, los celos profesionales y la imposibilidad de acertar con su caprichoso perfeccionismo ambivalente han ido alejando de ella a asesores y empleados.

Las oficinas de la primera dama corren a lo largo de un pasillo silencioso en el segundo piso del Ala Este, donde el equipo de política ocupa una dependencia al lado de los miembros del protocolo encargados de escribir las invitaciones para los actos oficiales. No es un misterio que la función de la esposa del Presidente ha quedado en una misión anacrónica. Pero después de la victoria de 2008 se esperaba que el carisma de Michelle Obama permitiese transformarla en algo más acorde con el papel de la mujer moderna en el proceso político.

Sorprendentemente, su primera medida fue declarar que ella quería ir a lo seguro. Unos días antes de que su marido prestase el juramento del cargo, transmitió su visión de la jugada. "No tenemos que hacer nada" -dijo a sus ayudantes, según contaron posteriormente fuentes próximas a la reunión-, "así que cualquier cosa que decidamos tiene que salirnos muy, muy bien". La intención era borrarse de la agenda del Presidente. A menudo se la oía decir que su aportación consistía expresamente en el valor añadido. Depende de cómo se mire.

Solidaria y a menudo ansiosa, Michelle Obama recela del pensamiento político convencional. Ha pretendido ser una figura innovadora y lo contrario, preocupándose de transmitir las presiones y, al mismo tiempo, las posibilidades que brinda su posición a una primera dama afroamericana que trabaja, a la vez, para hacer su cometido más significativo. En este camino errático para adaptarse al papel asignado, no solo se ocupo de las familias de los militares, de combatir la obesidad infantil y, como anfitriona, de las invitaciones. También ha interferido indirectamente en el trabajo de los asesores de su marido. Hasta el punto que Rahm Emanuel, en 2010 todavía jefe de Gabinete del Presidente, llego a confesar a algunos colegas que sus batallas como miembro del personal de Clinton le habían ensenado a mantenerse alejado de las primeras damas, sobre todo para evitar a la señora Obama. La tensa relación entre las alas este y oeste, esta ultima ocupada por los hombres de Presidencia, fue largamente silenciada, pero con el tiempo el enfrentamiento se convirtió en lo suficientemente profundo para que el equipo de Michelle se retirase en el invierno de 2010 a discutir el problema y tratar de encontrar una solución.

Ahora apenas la hay para el propio personal a su cargo, según ha revelado Reid Cherlin, exmiembro del equipo de la primera dama, en un artículo publicado por The New Republic que ha sentado como una bomba en la Casa Blanca. Cherlin ha calificado su oficina como un "lugar oscuro, frustrado e incluso miserable". Allí, según el, reinan los celos y el malestar y todos se pelean por tener acceso a la jefa. Ella, presa de sus obsesiones, sigue guiándose por el ideal de perfección que quiso inculcar desde el principio e impide a sus colaboradores prosperar y ser empleados eficientes.

El exasesor descontento ha comparado el ambiente entre las dos alas enfrentadas del edificio. A diferencia del Presidente al que le gusta improvisar, su esposa prefiere la rigidez en la planificación, que contrasta con el caótico ritmo de la Casa Blanca y de la política en general. El staff de la Señora, según Cherlin, sabe que todos los ángulos de cualquier tipo de organización deben cubrirse pero desconoce exactamente el nivel de perfección que exige Michelle. No hay una medida que permita calcular sus pulsiones, porque ella misma ignora cuáles son sus límites. Todo ello ha llevado a una endiablada lucha interna. A una especie de infierno.

Los observadores piensan que lo que ha hecho la mujer del Presidente en su accidentada evolución como primera dama de Estados Unidos responde a su propia inseguridad. A Carla Bruni le confesó que la Casa Blanca era un infierno, al día siguiente ya estaba decidida a asumir la agenda que le correspondía y al otro a apartarse del camino de su marido para no molestar. Ese vaivén no hace más que desconcertar a sus colaboradores. El funcionamiento de la oficina se ha convertido, tras el explosivo artículo de Cherlin, en la prueba de ello.

En 2011, coincidiendo con el 50º cumpleaños de su marido, Michelle Obama propuso un brindis en su honor. Más de un centenar de personas, entre amigos, celebridades y funcionarios, se sentaron en el Jardín Sur de la primera morada de Estados Unidos para escuchar lo que la primera dama tenía que decir del Presidente. Ella no escatimo elogios para el líder incansable que supo situarse por encima de las insidias de Washington, el hombre que se las arreglo para eliminar al terrorista más buscado y, al mismo tiempo, para entrenar al equipo de baloncesto de su hija Sasha. Él la miro algo avergonzado e intento frenarla; Michelle le conmino delante de los invitados a permanecer sentado y escuchar. Finalmente, en un tono distendido, le dio las gracias por soportar lo difícil que podía resultar convivir con ella. Algunos de los asesores se miraron asintiendo con complicidad, según trascendió discretamente de aquel encuentro en la hora en que el sol se desvanecía sobre Washington.