La alianza entre Hollywood y la moda se forjó a finales de los años veinte. Por aquel entonces la textil era la segunda industria de mayor crecimiento en Francia, y París, la capital mundial de la moda, que nutría a los estudios. La ciudad había visto nacer, en el siglo anterior, la alta costura, y allí fue donde habían nacido un siglo antes la costura y donde despuntó a mediados del siglo XIX la primera gran embajadora del vestir: la emperatriz Eugenia de Montijo. Esposa de Napoléon III, lucía espectaculares diseños realizados con las mejores sedas, encajes y bordados, que luego demandaban el resto de las cortes europeas. Y esa influencia se trasladó a la meca del cine mudo estadounidense. Allí, los estudios cinematográficos vivían su época dorada y las actrices empezaban a despuntar como iconos.

Pero llegó el crac del 29, y las grandes productoras ya no pudieron seguir importando diseños de las casas de moda más reconocidas: Lanvin, Chanel, Patou, Poiret, Schiapparelli o Vionnet. Hollywood decidió que tenía que crear su propia capital del glamur y empezó a convertir los departamentos de vestuario en lo más parecido a un atelier parisiense para vestir a esas nuevas musas que el público quería ver actuar enfundadas en maravillosos vestidos.

La entrega de los Oscar es uno de los acontecimientos que más millones mueven en términos publicitarios gracias al despliegue de vestidos, peinados, accesorios y joyas en su alfombra roja

Y ese proceso culminó en el vestuario de las grandes divas de finales de los treinta y los cuarenta, como Myrna Loy, Bette Davis, Joan Crawford, Barbara Stanwyck, Greta Garbo o Katharine Hepburn. Era un tiempo en que lo que se ponían las actrices en la gran pantalla pasó a ser tan importante como los argumentos de sus películas y los galanes que las acompañaban. Esta práctica iniciada por la poderosa maquinaria de la industria del entretenimiento estadounidense es hoy en tan habitual como vital para la supervivencia del negocio.

En la actualidad, los acontecimientos que mueven realmente el dinero en la industria de la moda poco o nada tienen que ver propiamente con el diseño. En el caso de los Oscar, por ejemplo, tiene casi la misma audiencia que la gala de entrega de los premios, la cobertura previa en la que se analiza qué visten y calzan los actores y actrices nominados. Este es uno de los acontecimientos que más millones mueven en términos publicitarios gracias, en gran medida, al despliegue de vestidos, peinados, accesorios y joyas que tiene lugar sobre la alfombra roja. Es, en definitiva, un modelo completamente enfocado a la ­mercadotecnia y copiado en casi todos los países, incluida España. Desde el punto de vista de la repercusión mediática, nada comparable con lo que son las citas por excelencia, los grandes salones de la moda. Tanto las semanas de la moda como las ferias sirven principal­mente de punto de encuentro entre profesionales de sector, por lo que tienen mucho menos impacto mediático y económico que unos premios de cine o de música desde el punto de vista del gran público, aunque sus rendimientos sí acostumbran a ser importantes desde el punto de vista de los ingresos para las ciudades que los organizan.

Época de autosuficiencia popular

Si bien en los noventa se vivió una época en la que los directores creativos de las principales casas eran autosuficientes en términos de popularidad con ayuda de las supermodelos, de un tiempo a esta parte, y a raíz del escándalo de John Galliano en la maison Dior, se ha impuesto progresivamente la política de los diseñadores prácticamente desconocidos o de perfil discreto, de carácter más bien prudente y reservado. De la vieja escuela todavía quedan Giorgio Armani, Karl Lagerfeld, Michael Kors, Tom Ford, Diane von Furstenberg, Donatella Versace y, en otro orden de cosas, Miuccia Prada. Pero las ambiciosas maquinarias de los grupos del lujo a los que la mayoría sirve necesitan mucho más que su carisma. Sus estrategias, cada vez más agresivas, dicen que hay que trascender de lo que es puramente moda para distinguirse del resto y ser verdaderamente relevantes. De hecho, estrechos son los lazos que han tendido muchos de ellos no solamente con el show business sino con disciplinas como el arte y la arquitectura. Riccardo Tisci (Givenchy), Olivier Rousteing (Balmain) o Jeremy Scott (Moschino), con un afán de protagonismo casi tan agudizado como el de sus musas, tienen la lección muy bien aprendida. Y es que los equipos de diseño son los que crean tendencias, pero las tendencias, por muy comerciales que sean, no se venden solas: necesitan un vehículo aspiracional para pasar de propuesta a necesidad. Los famosos, sean actrices, cantantes, estrellas de la televisión o blogueras, son, en este sentido, el mejor comodín de las firmas para promocionar sus productos.

¿Cómo? Con las publicaciones de moda en plena crisis existencial, el canal de difusión más potente son las redes sociales. Las famosas son, pues, un reclamo creativo y, sobre todo, gancho publicitario, algo que no es del todo nuevo. Audrey Hepburn ya fue en los años cincuenta y sesenta la mejor carta de presentación de Hubert de Givenchy. El modisto francés contribuyó con sus diseños a hacer de Hepburn un mito, y esta le devolvió el favor vistiendo en exclusiva de Givenchy en todas sus películas. Todo empezó con los vestidos de cóctel de Sabrina y aquel famoso ­minivestido negro de Desayuno con diamantes. Luego, la firma le dedicó un perfume -L´Interdit- que aún se comercializa. Eran otros ­tiempos, y Hepburn nunca sacó provecho ­económico de su relación con la casa de modas parisina, si bien podría haberse ganado la vida tan bien de modelo como de ­intérprete.

Si la primera actriz que ejerció como reclamo publicitario fue Hepburn, la pionera en hacerse diseñadora fue Gloria Swanson. Empezó con una línea de fiesta distribuida bajo su nombre a finales de los años cincuenta, y sus colecciones se vendieron hasta bien entrados los ochenta. Algo parecido pasó con Joan Crawford, cuyo icónico vestido de organza y volantes de la película Letty Lynton confeccionado por su diseñador de cabecera, Gilbert Adrian, fue copiado por los grandes almacenes Macy´s y ya en 1932 vendió más de 50.000 unidades. Así que la dinámica de las ­celebridades como reclamo y el tirón de estas como diseñadoras vienen de lejos.

Rihanna es hoy la más solicitada y rentable de todas. La cantante compagina su exitosa carrera como artista con su faceta de directora creativa de la firma deportiva Puma, cargo al que accedió a principios de primavera, y como imagen de firmas de primera línea, entre otras muchas cosas. El verano del 2014 puso cara a la campaña publicitaria de Balmain, y este año hizo historia al ser nombrada embajadora de Dior, la primera mujer negra en la historia de la maison. Una trayectoria parecida sigue otra superestrella global, Beyoncé, a punto de lanzar su propia marca de corte deportivo con Top Shop. La misma marca que hace unas semanas desvelaba la colección cápsula ideada por Kendall y Kylie Jenner, las benjaminas del clan Kardashian.

Embajadores famosos para las grandes marcas

En definitiva, no hay marca que se precie sin su particular famosa. Louis Vuitton tiene como embajadora de sus bolsos a la actriz Michelle Williams y como musas personales de su director creativo, Nicolas Ghesquière, a las actrices Jennifer Connelly y Alicia Vikander; Moschino se inspira en Katy Perry; Roberto Cavalli, tras Nicki Minaj, acaba de hacer imagen a la rapera Ciara; Versace con Madonna; Chanel tiene a Pharrell Williams; Marc Jacobs cuenta para este invierno con Cher y con la hija adolescente de Will Smith, o Winona Ryder.

La cultura popular a través de los cantantes y la nueva categoría de famosos de la red comen claramente el terreno a las actrices. Por una sencilla razón: tienen muchos más seguidores en Instagram y en Twitter. Así, cuando la firma cosmética Estée Lauder nombró embajadora a Kendall Jenner, hermana pequeña de la celebérrima Kim Kardashian, consiguió más de 50.000 seguidores nuevos en sus perfiles sociales en dos días. Una cifra discreta teniendo en cuenta que Jenner acumula más de 30 millones de seguidores en Instagram. Lo mismo pasó con Justin Bieber y su campaña para Calvin Klein Jeans. En cuanto se difundió la primera foto de Bieber enfundado en uno de sus calzoncillos, la imagen se retuiteó más de 145.000 veces en un minuto, y la marca ha ganado desde entonces más de tres millones de seguidores, según la propia firma.

Ashley y Mary-Kate Olsen, conocidas desde la cuna por la serie Padres forzosos, y Victoria Beckham, excomponente de las Spice Girls y casada con David Beckham, uno de los futbolistas más prolíficos del mundo fuera del terreno de juego, son el paradigma de la celebridad que triunfa como empresaria de moda. Y no precisamente siguiendo la fórmula del acuerdo de licencia para la fabricación y distribución en grandes superficies de productos bajo su nombre, como pasa con el negocio de las fragancias. Una moda que, por otra parte, empezó con Jennifer López y cuyas reinas son actualmente Jessica Simpson -su marca, con más de 30 categorías de productos de ropa a zapatos pasando por gafas de sol, joyas, y cosas de casa, factura más de 2.000 millones de euros al año en EE.UU., según la revista Forbes- y las Kardashian. Tanto las gemelas que una vez dieron vida a Michelle Tanner como la esposa de Beckham empezaron así, otorgando licencias a líneas de ropa barata o colaborando con marcas de segunda fila. Poco a poco, y tras colarse por la puerta de atrás en los circuitos, se ganaron primero la confianza de los inversores y tras ello, el prestigio a través del reconocimiento de voces autorizadas y compradores.

Sin ir más lejos, las Olsen acaban de ser nombradas mejores creadoras de ropa feme­nina del año por la Asociación de Diseñado­res de Estados Unidos con su firma de lujo The Row, mientras que Beckham recibió a finales del 2014 el premio a la mejor ­marca de moda otorgado por el British Fashion Council. Curiosamente ambas firmas, que cuentan con una segunda línea de precios medios, han logrado posicionarse sin asociarse particularmente a ninguna famosa más allá de sus impulsoras. El secreto de su éxito se ha basado en una filosofía de marca que, a pesar de todo lo expuesto, encaja perfectamente en el mercado actual. Un mercado cada día más polarizado en el que las grandes cadenas y los ­conglomerados del lujo viven condenados a la sobreexposición, mientras todo lo que queda en ­medio lucha por sobrevivir al pervertido modelo que estos imponen. Un modelo en el que talento, creatividad y calidad no son nada si no se explotan, pero justamente por ello se han convertido en un activo tan cotizado y extraordinario que nunca perderá su sitio en una industria en la que el poder y la influencia de los famosos es buena para el negocio, pero no tanto para la moda