Por fin llegó el análisis del ADN. Me había frotado la cara interna de la mejilla con unos algodones y los había enviado a analizar. Pagué poco más de 80 euros (los precios siguen bajando) y esperé tres semanas. Llegó un mapa de Europa, África y Asia y un estallido de supuestos orígenes: íberos, los primeros habitantes de la Península; celtas de Escocia, Irlanda o el País de Gales; también había influencias de Italia y Grecia, y material genético askenazí, procedente del centro y el este de Europa: Austria, Alemania, Polonia, Ucrania, Rumania. Por último, parte del ADN provenía del norte de África: Marruecos, Argelia, Túnez, Libia y Egipto. Los análisis de ADN pueden ir aún más lejos y determinar el homínido y la región de África de donde procede, pero consideré ese asunto menos interesante que la historia más reciente de mis genes y dejé ese análisis para otro día.

Decidir examinar el propio ADN para conocer los ancestros no parece requerir una irreflexiva audacia. Sin embargo, muchas y muchos temen hacérselo y, si finalmente se aventurasen a ello, dudan de que se atreviesen a hacer públicos los resultados. Vivimos en un mundo en el que hasta los genes pueden ser usados contra uno, pero reivindicar ignorancia por miedo a la verdad nunca ha servido de mucho. Para quienes tienen aspecto caucasiano (japoneses e hindúes, por ejemplo, tienen otras preocupaciones), el temor se basa en contener genes no "blancos". Una preocupación sin justificación histórica, pues abundan las evidencias del vacío del alma del hombre blanco cuya interacción con otras razas mostró en muchas ocasiones el reverso violento de una misión civilizadora, que llegó a la voracidad genocida. Y porque, no me importa recalcar lo obvio, el origen está en África. Algo que se sabe pero no se asume.

Los resultados del análisis de mi ADN son diversos, aunque no tanto como parecen a primera vista, y confirman que contengo multitudes (la expresión es de Whitman). Esa diversidad, más común que la pureza, debería ser una vacuna contra el racismo, pero no es siempre el caso. En Estados Unidos, los blancos supremacistas examinan su ADN como quien pregunta a un espejo mágico: "¿Quién es más puro que yo?" Desean confirmar que son arios o que tienen un origen estrictamente europeo; y cuando reciben resultados parecidos a los míos, reniegan de ellos como quien abjura de un exorcismo. Excusas frecuentes son la contaminación de la muestra con otro ADN y la tergiversación de los resultados por los "omnipotentes judíos", sus "archienemigos". Nunca aceptarán que, dada la mínima variación genética entre los humanos (0,1 por ciento), el significado biológico de la palabra raza es cuestionable.

El ADN también muestra de modo enfático cómo las señas de identidad de los antepasados que poblaron a lo largo de los siglos la Península han ido superponiéndose como los estratos geológicos de una montaña, donde cada banda representa una raza y una zona distinta de Europa o África. Sin embargo, aunque los análisis llegaron con una lista de países, los resultados podrían explicarse invocando uno solo: España. Un ejemplo más de cómo el código postal complementa el código genético.

En ese sentido, el origen de los genes ibéricos, el gran porcentaje del ADN (66,3 por ciento), no necesita más explicación: es español. La explicación de los genes celtas (10,8 por ciento) quizá se encuentre en Asturias, sin que haya que recurrir al Reino Unido o Irlanda, cuyos ciudadanos podrían descender genéticamente de los pobladores de nuestra Península y no al revés. Los genes italianos (10,6 por ciento) pueden proceder de la mezcla ocurrida en la Península cuando fuimos una provincia del Imperio del César (aunque mi segundo apellido (Margareto)sugiere que mi familia materna podría haber emigrado desde Italia). Los genes griegos (5,7 por ciento) vendrían de los navegantes que fundaron Ampurias o Mainake. Hubo pequeña sorpresa con África, porque el porcentaje (1 por ciento) es menor que la media española, que está situada alrededor del 10 por ciento. Estos genes pudieron integrarse durante los siglos VIII a XVI, o con una mayor probabilidad más tarde, porque la mezcla del Norte con el Sur fue más intensa después de acabada la guerra. Los genes askenazíes (5,6 por ciento) es posible que se uniesen a los otros durante el siglo XIII o XIV. Es curioso que estos genes no tengan un origen sefardí, el grupo mayoritario de los judíos peninsulares... En cualquier caso, la predominancia de lo celtibérico (77,1 por ciento) confirma los estudios que indican que las civilizaciones que llegaron a España después no aportaron mucho genéticamente, a pesar del gran impacto cultural.

Lo mismo que los telescopios, que miran al pasado del Universo, una ojeada al genoma repasa la historia de España. Pero hay más. Decía Steinbeck, en "De ratones y hombres", que "quizás en este mundo maldito todos vivimos con temor al prójimo". Pues bien, el análisis del ADN, a un nivel fundamental, nos hace mirar a los demás con menos miedo.