No es fácil adelantarse al tiempo e intentar vaticinar lo que nos depara el futuro. Menos aún cuando somos conscientes de la inestabilidad del marco que nos rodea, tal y como nos lo ha demostrado esta crisis sanitaria, social e incluso diría emocional. No obstante, reflexionar sobre lo que son las cosas, lo que podrían ser y lo que deberían ser es un ejercicio necesario para poder aprender, construir y crecer como sociedad. En las siguientes líneas trataré de transmitir una perspectiva personal sobre un campo que conozco de primera mano: la Atención Primaria, pues trabajo en un centro de salud como enfermera.

Estar situada dentro de la comunidad dota a la Atención Primaria de unas características tan singulares como valiosas: el conocimiento mutuo y la cercanía con la población. Así es que cuando vemos el listado de pacientes del día sabemos ponerles cara y muchas veces también adivinamos el motivo de la consulta. Los conocemos. La faceta familiar y comunitaria, visible gracias a esta convivencia, es también decisiva. El entorno que nos rodea determina en gran medida el estado de nuestra salud. Alguien que se dedica a la enseñanza en un colegio no comparte las mismas condiciones ni consecuencias que quien se dedica a la minería. También cuenta con una plasticidad que le permite adaptarse a su entorno y ajustarse mejor a él. En el sentido inverso, la población que conoce a sus profesionales de referencia también obtiene grandes beneficios. Uno de ellos es la confianza para consultar, preguntar y buscar apoyo.

La Atención Primaria es un pilar fundamental del sistema sanitario. Es quien nos cuida desde la infancia hasta la senectud y adonde acudimos en primer lugar cuando tenemos un problema de salud. Pero no solo trabaja sobre los procesos ya existentes, sino que previene y protege de aquello que pudiera ser perjudicial, enriqueciendo y favoreciendo la salud. Y esto tiene un valor incalculable.

Estas características han hecho que el azote de la pandemia se haya vivido con verdadera intensidad en este ámbito. La Atención Primaria se ha hecho cargo de la gestión de las medidas funcionales en las residencias sociosanitarias y del seguimiento de los casos leves de coronavirus, ha seguido atendiendo aquellos procesos de salud que nada tienen que ver con la pandemia, a menudo agravados por las crecientes demoras en las pruebas, intervenciones y consultas hospitalarias o bien por el cambio de hábitos o de seguimiento, y ha convivido con la soledad no deseada y la tristeza que surgieron a raíz del aislamiento, entre otros.

Todo ello ha supuesto un importante sobreesfuerzo físico y emocional para los profesionales y para el sistema, poniendo en jaque el propio modelo. Pues la actividad ha crecido exponencialmente y, por el contrario, los recursos no lo han hecho. Esto hace que lo agudo, actuar sobre la enfermedad, lo inmediato, desborde las agendas. Mientras lo educativo, aquello que previene, que protege, no se acaba de priorizar, constituyendo un serio problema. La salud que no se genera se pierde y los problemas que no se frenan aparecerán tarde o temprano. La infrafinanciación y la insuficiente dotación de recursos materiales y humanos no permiten el desarrollo de esta actividad tan natural de la Atención Primaria y, además, interfieren en la calidad de la atención de manera global.

Un aniversario es motivo de celebración y quizá las palabras más adecuadas para este escenario estarían lejos de un análisis tan áspero como el que acabo de plantear. No obstante, tampoco creo que fuera honesto ni justo intentar teñir la realidad de un color que no le pertenece. No cuando hay tanto en juego. La Atención Primaria necesita un cambio de sentido o quizá desandar el camino que la alejó de su propia naturaleza. Esto es lo que espero de cara al futuro: que la esencia de la primaria se recupere y que se haga una apuesta firme por ella de forma que nuestra práctica pueda aprovechar todo su potencial para generar salud en una población que lo necesita.