El 31 de diciembre de 1995, ocho días antes de su muerte, el ex presidente francés François Mitterrand, enfermo terminal de un cáncer de próstata, decidió reunir a unos invitados para disfrutar de la última comida de su vida. Ordenó que les sirvieran cuatro platos: ostras de Marennes, foie-gras de las Landas, capón asado y escribano hortelano, de cuya ingesta y mística he escrito en otras ocasiones. Normalmente se suele comer un hortelano, pero el presidente moribundo repitió, y los dos pajaritos fueron, según dicen, la última sensación en su paladar. Posiblemente, Mitterrand quiso imitar las palabras del que fuera primer ministro británico Benjamin Disraeli, otro político gourmand, que escribió en The Young Duke que, con los paraísos abiertos, le dejasen morir comiendo hortelanos y escuchando su suave música.

Otro político aficionado a comer bien ha sido el canciller alemán Helmut Kohl. Digo ha sido porque a su edad presumiblemente ya no puede permitirse las alegrías que se daba. Colaboró con sus recetas en un libro del que es autora su primera mujer, ya fallecida, Hannelore, de soltera Renner. Le gustaba hablar de comida, prolongaba las sobremesas oficiales para ello y en sus discursos hubo más de una alusión a los vinos servidos. El recordado Luis Carandell cuenta cómo en un banquete celebrado en Sevilla, siendo anfitrión Felipe González, dedicó una parte del brindis a comparar los vinos andaluces con los de su tierra, el Palatinado. Aznar le invitó a Vega Sicilia en El Escorial y esa misma tarde pidió visitar las famosas bodegas. El ex presidente de Gobierno popular, según el propio Carandell, no supo corresponder en un viaje a Alemania al interés mostrado por su colega, cuando Kohl, para romper el hielo, le invitó a tomar una caña en la cervecería que frecuentaba de estudiante. «No bebo cerveza», dijo con la sequedad que le caracteriza. Más corrida está la anécdota de que el canciller alemán, en una cumbre europea celebrada en Madrid, al terminar el banquete oficial en el Palacio de Congresos, dijo a los que le acompañaban: «Ahora, vámonos a cenar».

Beber y fumar formaban parte de la singularísima personalidad de Winston Churchill, sobre todo, en los últimos años. Exhibió su obesidad, tampoco ocultó los cigarros, pero mucha gente que lo conocía no llegaba a creerse del todo su soberana afición por la bebida. Hitler, sin haberlo tratado, lo describió como un «borracho caduco amigo del oro judío». La reputación del Fhürer era todo lo contrario: abstemio, vegetariano, incapaz de entusiasmarse por las cosas buenas de la vida. En su caso se podría decir eso de que cada uno es lo que come. A Churchill, como buen británico, le gustaba la cocina casera y sencilla, el whisky, el champán y el humo de los habanos. Se enorgullecía de ser inglés delante de un buen plato de roast beef, un bocado sólido y masculino, al contrario de las fruslerías francesas. «Al primer ministro no le gusta el pollo», se quejó a su médico, Lord Moran, cuando en medio de una dieta se lo ofrecieron cortado en pedazos y acompañado de una de esas salsas que entristecen más que un día de niebla. Prefería el consomé ligero a las sopas cremosas engordadas con patata, y cuando fue la última vez a Estados Unidos preguntó por el Bovril.

En una cena en su memoria en el Savoy, en septiembre de 1985, el primer plato elegido del menú para reflejar sus gustos fue la petite marmite Churchill, seguida de le boeuf contrefilet de roti yorkaise, que suena bastante bien. Era aficionado a los huevos de chorlito, que no se puede considerar algo sencillo pero sí es rematadamente británico. Prefería el Stilton a cualquier otro queso, pero en caso de apuro no le hacía ascos al Roquefort. De postre, helados. Rara vez comía fruta, incluso si se trataba de fruta inglesa. No miraba el reloj para comer, se acomodó a hacerlo cuando tenía hambre. A este hábito lo llamaba «su tiempo boca abajo». No se las arreglaba para hervir un huevo, a pesar de que su esposa, Clementine, llegó a expresar su preocupación las veces en que lo dejaba solo en Chequers con el cocinero de vacaciones. Su mayor cosmopolitismo lo demostró Churchill con la bebida. No era un hombre de cerveza, aunque sin llegar al extremo de rechazarla como Aznar. Le gustaban los vinos franceses, especialmente el champán, Pol Roger preferentemente. Lo trasegaba a diario, incluso cuando su economía se debilitaba, además de coñac y whisky escocés blended (Johnnie Walker etiqueta negra). Al whisky lo llamaba con cierto aire de viejo imperialista «el refresco básico de un oficial blanco en Oriente». Lo bebía a partir del desayuno, diluido en agua. «Un enjuague bucal», solía decir. A su secretario particular le comentó más de una vez que le ayudaba a «acelerar el intelecto».

Sólo fumaba los mejores habanos, por lo general nueve o diez al día. Respetuoso con la salud del prójimo, en los vuelos en que solía fumar se sentaba en la cabina del piloto, para aprovechar las ranuras del exclusión del aire viciado. Como chimenea compitió con el laborista Harold Wilson, inseparable de la pipa. A Churchill, la faceta de hombre excesivo le ayudó a incrementar su popularidad entre el pueblo británico. Lo hizo más inglés, como a John Falstaff. También le permitió cultivar alguna de sus ocurrencias más famosas, como cuando la charlatana y ardiente socialista Bessie Bradock le recriminó en público «Winston, estás borracho», y respondió: «Bessie, eres horrible, y yo voy a estar sobrio por la mañana».

Ahora llega la guinda del pastel. Con el paso del tiempo y por cuestiones de economía doméstica se convirtió en un defensor de los productos del Cáucaso, principalmente de aquellos provenientes de la Georgia natal de Stalin. Los vinos, champañas y coñacs de esa República, grandes desconocidos para los occidentales, llegaron a rivalizar dentro de sus preferencias con sus homólogos franceses. En 1945, la Conferencia de Yalta se celebró en el palacio de Livadia, no muy lejos de las bodegas de Massandra que suministraban a Alejandro III. La colección de vinos de Massandra, orgullo de los Romanov, era una de las más grandes del mundo. Los espumosos de Crimea y Georgia corrieron libremente en Yalta. El dictador soviético lo aprovechó en su favor y encargó a la fábrica Sarajashvili, de Tbilisi, un destilado de brandy y coñac específicamente pensado para Churchill. Una de las barricas utilizadas databa de 1894, el año de la ascensión al trono de Nicolás II. El «premier» británico elogió aquel destilado más que ninguna otra cosa en esta vida; bebió copiosamente y se llevó unas cajas de vuelta a Inglaterra. Y el destino de Europa del Este se selló bajo la influencia de coñac georgiano.