En Blimea, la «plaza del Progreso» encaja en la vieja barriada minera, en medio de una larga acumulación de bloques de edificios casi gemelos, de ladrillo visto y tres alturas, sin bajos comerciales, vecinos de cuatro hileras de viviendas de planta y piso que son una suerte de «adosados mineros», cada uno con su pequeña porción de terreno a la puerta. Pese a su nombre, la «plaza del Progreso» está en realidad en un rincón de la villa que ya no es moderno desde que no tiene mineros. La explanada colinda directamente con una calle que atraviesa el barrio obrero y muere en otra plaza con su iglesia, su bolera y su parque infantil, con su hogar del pensionista y, por fin, también con el progreso: enfrente del templo asoma, en abierto contraste con todo el paisaje que le rodea, un edificio de arquitectura audaz con la fachada mitad cristal y mitad collage de cuadrados de colores, amarillos, grises, naranjas y rojos. Es la sede de la planta de software de Informática El Corte Inglés, al decir del vecindario la única iniciativa que los fondos de compensación por el cierre de las explotaciones mineras han traído hasta aquí arrastrando tras de sí una carga aceptable de puestos de trabajo, en total 120. Fue lo único distinto, comentan, a quitar y poner baldosas, a añadir farolas o a no mejorar demasiado las comunicaciones para salir y llegar a Blimea. Y si La Cabezada es el lugar donde estuvo, ya no quedan más que ruinas, el castillo de Blimea, o de Campogrande, con el correr del tiempo el topónimo ha terminado por contener una triste metáfora de la condena al letargo y a la siesta inducida contra la que se revuelve la vieja pola minera.

Fuera de este inmueble muy fino donde se producen programas informáticos para consumir en España y exportar a Iberoamérica, el futuro es una incógnita en una ecuación muy compleja. Esta villa bien situada y razonablemente surtida de servicios que es la primera parada urbana en la ciudad de San Martín del Rey Aurelio cuando se desciende por el Nalón desde Laviana sigue echando en falta un mapa para orientarse al salir de la mina. Un guion, una brújula que materializase lo que quería ser, una pista sobre el mecanismo para taponar la hemorragia demográfica que siguió al cierre de los pozos. Un plan, concreta Ricardo González Antuña, veterinario en Blimea, que aclarase si convenía explotar las cualidades geográficas de esta villa para hacer una ciudad dormitorio, «y en ese caso con qué servicios debía contar», o si la apuesta tecnológica por algún tipo de industria distinta podía pedirse algo más. Todavía está pendiente, y ya van años, la decisión sobre «si queremos un pueblo para los coches, y entonces hay que abrirlo, o para los ciudadanos, y en ese caso deberíamos peatonalizarlo». «La reconversión se hizo sin guion». Habrá quien se acuerde ahora de aquello que Vicente Álvarez Areces, ex presidente del Principado, aventuró en Blimea en 2010 sobre el futuro del valle del Nalón como una mezcla del «ratón con el carbón», un cóctel demasiado optimista al decir de algunos en esta villa que no acaba de ver la salida por ahí. El ratón es aquí una empresa, y bendita sea, que está sola pero que da «mucha vida», afirma Paulino Solís, propietario de una carnicería; el carbón hace tiempo que no da más que prejubilaciones.

Hay algún sitio de Blimea, sin embargo, donde la aleación arecista colaría, más o menos, a la vista. El edificio de la empresa de informática, que ha cumplido cinco años y ocupa el espacio de lo que en tiempos fueron las escuelas Aquilino Latorre, está en el mismo centro del barrio viejo de Blimea, al final de una calle peatonal en cuyo centro resisten, como vestigios de otra época, las carboneras en desuso de la barriada minera, ahora repintadas de colores. El centro de informática es un apósito vanguardista en mitad del barrio obrero, un añadido futurista que aparece de pronto entre la arquitectura del pasado como queriendo corroborar también con la apariencia física la certeza que pronto se escuchará en la voz del vecindario, que nadie supo muy bien qué convenía hacer con esta villa al agotarse toda aquella riqueza que salía a borbotones de debajo de la tierra. En cifras, el último coletazo de la sangría demográfica posterior al final de las minas supera en Blimea ampliamente el diez por ciento en lo que va de siglo. El descenso del número de residentes empadronados en la villa no ha descansado desde que 2001 se abrió con 3.390 habitantes hasta que 2011 arrancó con 3.025. La población más pequeña de las tres que, dispuestas en línea recta, configuran la ciudad lineal y fluvial de San Martín ha perdido porcentualmente menos moradores que Sotrondio, muchos más que El Entrego y exactamente los mismos que su concejo. «Pero los datos son fríos», objeta González Antuña, «y el verdadero problema surge al observar qué tipo población está perdiendo la villa. Joven y cualificada. Hay montones de chavales jóvenes muy formados fuera de Blimea, de Asturias y de España y eso es una rémora importante para el futuro del pueblo. También falta la gente que se ha ido con la reconversión, que había venido emigrada y ha vuelto a sus lugares de origen», sigue el veterinario blimeíno, y prejubilados a los que la falta de alternativas de futuro para sus hijos ha aconsejado «vender aquí y comprar en Gijón, en Oviedo, en Pola de Siero, pensando», le acompaña Solís, «que fuera de las Cuencas, que es lo que está más parado, encontrarían trabajo».

En esa desbandada, en modo alguno exclusiva de esta villa, alguien identificará el germen del problema, la sensación de que «toda la pobreza de las Cuencas viene de haber planificado mal las prejubilaciones. No se puede mandar a la gente a casa con 40 o 45 años sin reciclar, sin ninguna alternativa», avanza Daniel Lamuño, presidente de la sociedad cultural «Virgen de las Nieves». «Habría que haber reciclado a la gente, haber buscado otra industria» y un destino diferente al que proporcionan todas estas «empresas-trampa que se quedaban con el negocio sólo mientras había subvenciones, luego volvían de inmediato a casa». Habría que haber buscado algo similar a lo que aquí, Aurora Suárez toca madera, da ventaja a Blimea, porque en la barriada no se instaló ninguna de aquellas compañías «cazasubvenciones» tan tristemente frecuentes en el resto de la cuenca minera, sino «una empresa competente como El Corte Inglés».

Pero el vistazo al paisaje retraído de una tarde gélida de invierno y su traslación a los datos fríos del padrón no tardará en informar de que algo ha fallado en la previsión de salidas alternativas a la minería. Antes de que esta crisis los dejase en casi nada, «los fondos se emplearon principalmente en rehabilitar las poblaciones, igual aquí que en Sotrondio y El Entrego, que no lo conoce ni la madre que lo parió», vuelve Ricardo González Antuña. «Aquí se urbanizaron calles y zonas urbanas» y tampoco se reconocería hoy ese paseo amplio y limpio con farolas y arbustos que delimita la barriada minera y convierte por un momento en bulevar la travesía urbana del viejo corredor del Nalón, aquí avenida de la Libertad. «Pero tenemos que saber hacia dónde dirigir lo que queremos que sea el pueblo», persevera el veterinario blimeíno. No en exclusiva, pero su opción es una entrega al concepto universal de la ciudad dormitorio, en concreto a «una donde sea agradable vivir, que dé servicios al ciudadano y cubra las necesidades de la población». Puede que Blimea ya lo sea a su modo, o más bien a la fuerza, porque «la mayoría de los que viven aquí ya trabaja fuera, porque aquí trabajo no hay», se afligen el presidente de la sociedad «Virgen de las Nieves» y la del grupo de teatro «Refaxu», Pilar Barreñada. Pero la idea es hacer del atractivo residencial una vía para contener la caída demográfica, una apuesta decidida de futuro, y para eso no hace falta pedir «ni más ni menos que los pueblos de al lado», sigue González Antuña, «pero sí unos servicios mínimos: un salón de actos, un local social acorde a la población que tenemos, servicios de transporte público con una regularidad y precio adecuados, áreas de esparcimiento y ocio, una buena accesibilidad a la zona de servicios deportivos que no obligue a atravesar la vía del tren por un subterráneo insalubre... No estamos pidiendo grandes inversiones, simplemente cosas que nos den calidad de vida» y «algo para la juventud», interviene Mari Carmen Fernández generalizando la experiencia personal: «Si mis hijos se van, yo voy detrás».

No es que en el trazado urbano donde Blimea se acopla a su recodo del Nalón sea un desierto completo de servicios ni que se eche en falta un tejido social vigoroso. El barrio de El Campu recibe al llegar desde Sotrondio con un espacio urbano de vivienda de fábrica reciente, con su zona verde y su quiosco de la música y con el edificio amarillo de las antiguas escuelas reconvertido en Centro de Formación al Consumidor. Por la zona deportiva y educativa que aloja el colegio y el polideportivo se va entre plátanos hacia Sotrondio, junto al Nalón. Es el parque espacioso de El Florán, un área de expansión y esparcimiento urbano en toda regla si no fuera porque para llegar hasta aquí desde Blimea, ya lo ha dicho Ricardo González, siempre hay que atravesar la vía del tren y eso no es posible con seguridad más que por un paso subterráneo inseguro, con un recodo peligroso y el recuerdo de algún robo.

«Atención al tren». La señal, plantada después de la última casa de Blimea según ser remonta el Nalón hacia Laviana, advierte de que la vía es un peligro. Uno para la seguridad del peatón, pero también al menos otro para la supervivencia de la localidad. Como en Sotrondio, el trazado intacto del antiguo ferrocarril minero de Langreo parte la población en dos con un corte nada limpio del paisaje urbano. Como en Sotrondio, el proyecto de tren-tranvía del valle del Nalón no era una alternativa demasiado mal vista en Blimea. Prometía liberar a la villa del corsé ferroviario, uno de los efectos secundarios del desarrollismo minero transformar en transporte público un ferrocarril «concebido para un servicio industrial». No pudieron, entre otras objeciones, porque el tren-tran no reducía la hora larga de desplazamiento a Oviedo en tren. «Sobre la maqueta, era fabuloso», lamenta Luz González Blanco, presidenta de la Asociación de Amas de Casa «Santa María de Covadonga»; «si tenemos una vía que nos sesga y nos separa en dos partes la población y de ese modo podíamos unificar el pueblo», la acompaña Ricardo González, «no sé por qué disculpas de tiempos hemos acabado perdiendo un dinero que estaba ahí». Estaba es pasado. Ya no, y «ahora va a ser complicado» mejorar este pueblo por ahí. En la larga salmodia de las necesidades se escucha también aquí que la autopista que remonta el valle sigue parando en Sama y que la travesía de Blimea soporta demasiado tráfico por carecer de un acceso directo al Corredor. «Tenemos tren y autobús», remarcará el argumento Argelia Rodríguez, presidenta de la asociación de vecinos, «pero tardamos hora y cuarto en recorrer los treinta y tantos kilómetros que nos separan de Oviedo. Como en el siglo pasado».

Estirar la ciudad lineal

«No sé qué pasa con Vipasa». El ripio de Ricardo González Antuña, veterinario, puede resumir la sensación generalizada ante la parálisis de las cincuenta viviendas sociales para jóvenes que anuncia un cartel delante de un edificio de cuatro alturas en la avenida de Bimenes. La promoción de Viviendas del Principado (Vipasa) está casi terminada, a falta de que el Ayuntamiento y el Gobierno regional acuerden a quién corresponde urbanizar el entorno. Mientras, el retraso es, al decir del vecindario, un indicio de lo que cuesta sacar adelante los servicios que Blimea necesita para competir en el mercado difícil de las ciudades dormitorio.

Aunque engañe con el nombre, el de Miramar pasa por encima del Nalón al salir de Blimea en dirección a San Mamés. Es una pasarela de hierro pintado de azul, sin aceras, que no delimita el espacio para peatones del que se reserva al tráfico rodado. En la solicitud de mejoras para salvar los obstáculos, naturales o artificiales, que tiene a la vista la villa, «llevamos 15 años pidiendo que se haga un puente en diagonal y se deje el actual para peatones», se queja Daniel Lamuño.

El aparcamiento se aparece como otro problema de calado interpuesto en la misma carrera por la conquista de la calidad de vida. En Blimea hay tres garajes públicos hechos y cerrados, denuncian los vecinos, que podrían aliviar el aparcamiento en superficie y hacer a la villa avanzar hacia esa ciudad para el ciudadano que alguien propone como salida de futuro. El problema es que dificultades técnicas retrasan a la vez la apertura, lamentan aquí, y la consecución del objetivo.

Blimea es esta villa atravesada por el viejo Corredor del Nalón que carece de acceso directo al nuevo. La prolongación de la autopista que ahora sólo acompaña al río hasta Sama figura a la cabeza de algunas solicitudes para transformar decididamente esto en un entorno urbano agradable y atractivo. Del mismo modo, el desplazamiento de la barrera ferroviaria que separa el centro de Blimea de la zona educativa, deportiva y de ocio figura muy arriba en las demandas de unos vecinos molestos por lo que su mantenimiento tiene de merma para la calidad urbana de la villa.