En ese camino hacia la ciudad acogedora, la asignatura pendiente está escrita en los «mupis» rojos que se esparcen por toda la zona urbana del concejo, con su plano de situación de los establecimientos comerciales de cada localidad y su invitación en forma de eslogan desafiante, en castellano y asturiano: «Dale vida a tu ciudad». Ahí está el resumen de lo que se pide al porvenir de esta porción de terreno urbano en el extremo donde San Martín confina con Laviana y empieza o acaba, según se mire, la continuidad urbana que forma Blimea con Sotrondio y El Entrego, ambas aguas abajo del Nalón. Dar vida a esta ciudad de 14.000 habitantes que quiere ser toda una -y que administrativamente lo es ya desde 2007- equivale, al decir de sus vecinos, a dotarla de servicios, de atención. Mentiría el lema si quisiese decir que no hay vida en este pueblo evidentemente vivo, «tal vez el que más asociaciones tiene de todo el concejo», interviene Luz González Blanco, y también si no tuviese en cuenta los rescoldos del espíritu de insubordinación que lleva detrás toda población crecida al ritmo indómito de la minería del carbón, de las penurias del trabajo duro bajo tierra. «Imagina por un momento que nos uniéramos, que nos pusiésemos todos de acuerdo, que nos moviéramos y revolviéramos todos juntos... Muchos servicios no los tenemos porque no vamos a la vez», asegura.

La ciudad de San Martín vuelve en este punto a desechar el localismo, a olvidar para las cuestiones básicas aquella vieja rencilla histórica que enfrentaba a Blimea con Sotrondio, dos poblaciones tan pegadas que hasta mantienen en disputa los límites. A simple vista no se ven, pero hay aquí quien identifica exactamente el lugar donde termina aquella villa y empieza ésta, el sitio preciso en el que el antiguo Corredor del Nalón sale de Sotrondio, entra en Blimea y enfada a algún blimeíno cuando alguien ubica en la histórica capital el instituto y el campo de fútbol que, dicen, pertenecen ya al territorio que geográficamente ha correspondido siempre a Blimea. Las lindes son sólo a veces cicatrices mal cerradas de viejas heridas, pero los intereses son en el fondo comunes, las realidades coinciden y se solapan a veces las necesidades. Las muchas que persisten, por ejemplo, entre los soportales de esta barriada minera o en las viviendas para jóvenes que están casi terminadas y sin entregar en la avenida de Bimenes. Son éstas que anuncian tras las ventanas de un edificio de cuatro alturas pisos «desde 48.480 euros», pero que es evidente que todavía no los tienen disponibles y que no los tendrán hasta que las administraciones acuerden a quién compete urbanizar el entorno. Corre por todo el valle cierta sensación de abandono, del pasado perdido sin remedio y de las dificultades para recuperar una parte de lo que había, de orfandad por la huida de los fondos mineros, que «yo creía que eran para zonas perjudicadas por la reconversión», vuelve Luz González, «y resulta que se han ido a Oviedo, a Gijón, a todas partes».

Blimea defiende lo suyo. Desde siempre. Da fe el texto que todavía se puede leer en una pared de la calle Aquilino Latorre, aneja a la travesía de la carretera general. Al lado del portón azul de un garaje sobrevive una pintada sólo levemente desdibujada por el paso del tiempo pero que contiene una propuesta desfasada, aunque muy respetuosa, de hace por lo menos tres décadas: «Empleemos nuestras fuerzas en evitar que el estatuto autonómico encalle en los arrecifes impuestos por la UCD, el pasotismo y la pereza política de quienes debieron ser sus principales defensores».

Marcelino Fernández García, natural de Ciaño y casado en Sotrondio, condenado a muerte en 1938, se despide de toda su familia en la última carta, sorprendentemente serena, de un reo que sabe que «el sacrificio de mi vida es inevitable» y se duele de una patria «que al condenar inocentes se deshonra». Leída y grabada en la voz emocionada de Matilde Uribelarrea, su nieta, la misiva conmueve en la casona del Bravial, una vieja vivienda restaurada en la parte de Blimea que atraviesa el ramal del Camino de Santiago que conectaba León con Oviedo a través del puerto de Tarna y que hoy es la sede del Museo de la Memoria de San Martín del Rey Aurelio. En este reducto rural encajado en la zona urbana de la villa se custodian otros documentos sonoros con trocitos de la historia del concejo, treinta entrevistas con mayores de setenta años, más de mil fotografías y documentos diversos, un recordatorio de primera comunión, un carné de Hunosa, el acta de constitución del Ayuntamiento de San Martín en 1931... El Mumemo es un museo virtual que pretende ser completamente accesible a través de internet, un encuentro entre el pasado y el futuro a imagen, tal vez, de lo que quiere ser la villa, que, fuera de la casona, también ha metido un centro tecnológico en una barriada minera que pretende dar con la salida hacia el porvenir modernizado sin poder renunciar ya jamás a su tradición de barriada industriosa.

El museo del Bravial comparte espacio con la Oficina de Normalización Lingüística de San Martín y con una sala de exposiciones, con las campañas de rotulación de pueblos y la pretensión de «hacer que la lengua asturiana se convierta en un instrumento de comunicación normal». Hugo Cortina, responsable del centro cultural, destaca la afluencia por medios distintos al museo, que tuvo más de 6.300 visitas virtuales en su primer año de funcionamiento, 2009, mientras que los tres servicios de la casona se acercan a las 1.500 visitas presenciales.