Peregrino

Para reflexionar, para saber si voy bien a donde me da por la gana, para buscar fuerzas extra, para agarrarme a un halo ardiendo..., por eso participé en la primera peregrinación del Centro Asturiano de Oviedo a Covadonga, recorrí el Camino Francés, de Francia a Compostela, fui a Turín y a Riva de Chieri, a ver a Domingo Savio; ante Fátima me postré, ante la Guadalupana, en México, y ante la del Carmen, en Catemaco; me ofrecí a Tlaloc en Oaxaca, en el Monte Alban, en Teotihuacán y en el Popocatepetl; oré en el santuario de Itatí, en Corrientes (Argentina), seguí al Cristo Negro de Quiapo, en Manila; abracé a la Virgen de las Nieves en el Urriellu..., pero en ninguna parte como en mi reciente viaje a Tierra Santa sentí tantos deseos de quedarme, sin desmerecer Pravia y la Virgen del Valle, ni San Salvador de Oviedo.

Sería interminable solamente enumerar los lugares de mi exhaustivo y reciente recorrido, a pie, a nado y de rodillas, por Tierra Santa, desde Qumrán, en el mar Muerto, hasta Cafarnaún, al norte del mar de Tiberíades, y desde Tel Aviv hasta Jordania. Por eso, para este simbólico reportaje, voy a ceñirme a algunos de los lugares que más me impresionaron.

Adoquines de Belén

De Belén me quedo con la fría y lluviosa noche de la llegada, cuando el chófer, que tenía orden de llevarnos al hotel, el Jacir Palace, antiguo palacio árabe, en zona palestina, accedió a nuestro ruego y nos condujo a la plaza del Pesebre.

Era sugerente el campo desde donde los pastores vieron la Estrella sobre el portalín de piedra; atractivo el punto donde nació Jesús, donde Dios echó pie a Tierra, hoy dentro de la basílica de la Natividad, por cuya entrada minúscula es necesario doblegarse; interesante la Gruta de la Leche, en la que María dio de mamar al Niño en su huida a Egipto, y se nos caía la baba en la jaima ante una mesa con platillos de hummus (puré de garbanzos), mussakhan (pollo cocido con cebollas), maqlubeh y koftah (croquetas de arroz y verdura, y de carne y cebolla con especias), mutabbal (berenjena a la parrilla con tahina), ka'ek (bizcocho de sémola relleno de dátiles), baqlawa (pastel milhojas con miel y pistachos) y ¡pan de pita! Pero me quedo con esa llegada nocturna a la plaza, en la furgoneta, cuando me bajé para besar los adoquines, ante los grandes carteles y la mirada de Arafat.

Misterios luminosos

Imposible entender los indicadores en hebreo, de rayado vertical; dicen que es idioma para labrar en piedra, como son las caligrafías árabe y latina para la pluma.

En la furgoneta que conducía el palestino Nadir atravesamos el desierto de Judea, entre beduinos, camellos y campos minados, territorios ocupados desde 1967, hasta el último control de los israelitas, en Bet She'an, la antiquísima ciudad de los escitas. Hicimos paradas cerca del Jordán, nos rebautizamos en Yardenit, entre nutrias y peces gordinflones, pero lo más inesperado sucedió al caer la noche, cuando el padre Arturo la emprendió con un rezo en el que no participaba yo desde niño: el rosario; descubrí que, en mi receso, además de los misterios dolorosos, gozosos y gloriosos, se han añadido los luminosos: bautismo de Jesús en el Jordán, milagro de las bodas de Caná, anuncio del Reino, transfiguración del Señor en el Tabor e institución de la eucaristía. A oscuras tomé nota de ellos en mi libreta de campo.

Mar Negro

Navegamos en la mar de Galilea y, en la alineación entre el monte Arbel y la colina de Hadar, en la parte más profunda, donde Jesús caminó sobre las aguas, habló nuestro guía del milagro de la tempestad calmada, y cantamos «Hevenu shalom aleichem» («La paz esté con vosotros»).

-Estar aquí es el quinto Evangelio -dijo Juan Pablo II.

Me bañé en el Jordán, mojé los pies en la fuente de María, en Nazaret, reboté en el mar Muerto, metí los dedos en cien pilas bautismales, desde la más antiguas (siglo V) hasta las modernas, de las muchas iglesias eclécticas, dispares, geniales a veces, del arquitecto Antonio Barluzzi, a quien Dios le adjudicó todos los proyectos de Tierra Santa, en la primera mitad del siglo XX; pero donde me estremecí, como en ninguna parte, fue una noche a la salida del pueblo de Tiberias, cuando me zambullí en el dulce y frío mar de enero, entonces negro, cuyo fondo de caracolas diminutas se iluminó de repente; un flash, supongo. Luego salí, me sequé, con un cubata entré en calor y canté «En la arena he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar».

Claustro hacia fuera

En el mar de Galilea y su entorno, localizo la mayor parte de mis emociones de periegeta: en Ginnosar, donde se encontró y rescató una barca del año 1; en Cafarnaún, en las ruinas de la casa de Pedro, luego domus-ecclesiam, que descubrieron los franciscanos en 1930, para construir otra iglesia que la sobrevuela...

-Hic («aquí») -nos dice el guía-. Aquí caminamos por donde Él caminó. Por aquí pasaba la Vía Maris, que unía Egipto con Galilea, los altos del Golán, Damasco y Mesopotamia.

Medité junto a las paredes del Primado; aquí, después de resucitar, Jesús se dirigió a Pedro:

-¿Me amas?

-Sí, Maestro.

Tres veces se lo preguntó, para compensar las tres que le había negado días antes de morir en la cruz, y lo nombró vicario.

-Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.

Los cruzados incrustaron en la orilla varias piedras con forma de corazón: «Nosotros también te amamos».

Muy cerca, el yacimiento de Magdala, que recorrimos con una arqueóloga mexicana, Marcela Zapata; Tabgha, donde Jesús multiplicó los panes y los peces..., peces de San Pedro, llaman; cené alguno.

Pero me llegó al alma la ladera donde Barluzzi proyectó una iglesia con ¡claustro exterior!

-El recogimiento está fuera -dijo el padre Arturo, mirando a los tabachines, los olivos y el mar-, en este paisaje donde Cristo impartió uno de sus pocos discursos temáticos: las bienaventuranzas.

¡Qué bien se está aquí!

En Caná supervisamos las tinajas de piedra, cuyo contenido de agua Jesús convirtió en buen vino; allí renové con mi mujer las promesas matrimoniales y lo celebramos con vino dulce ante un altar, y también por la noche, con un Côtes de Cremisan. Luego fuimos a Nazaret, visitamos las ruinas y las cuevas de los pobladores del siglo I, la casa-cueva donde Jesús vivió con sus padres, el lugar donde cuentan que se presentó el ángel a María, hoy señalado con la Iglesia de la Anunciación. Muy animado y satisfactorio el paseo por las calles, con aroma a sésamo y zahatar, y grato el casual encuentro en una acera con el obispo de Nazaret, monseñor Kamal Hanna Bathish.

Sabrosísima la comida, en la calle Casa Nova, restaurante atendido por Raffoul Jabali, y magnífica la panorámica que contemplamos más tarde desde el monte del Precipicio: al norte, Nazaret; al sur, la llanura de Megido, y al este, el monte Tabor, de cinco mil escalones, al que subiríamos de rodillas (en coche). Ahí, cuentan, Jesús se transfiguró, se dio a conocer como el Redentor, ante Pedro, Santiago y Juan, acompañados por Elías y Moisés. Yo, a esas alturas, me lo creo todo.

-Domini, bonum est nos hic esse! («Señor, ¡qué bien se está aquí!») -dijo Pedro a Jesús.

En la magnífica iglesia, situada en la cumbre, entre laureles, conocimos al hermano Ángel, franciscano de Ecuador, y disfrutamos un atardecer postalero, dramático, como hecho por encargo. Me hubiera quedado, aunque sólo fuera para vender llaveros sin llaves: allí todo estaba abierto a la imaginación.

Jericó

Jericó es la ciudad más baja del mundo, 240 metros bajo el nivel del Mediterráneo, y la más antigua; joven me sentí ante sus yacimientos arqueológicos, del año 7.000 antes de Cristo. Jericó significa exuberancia. Es y fue un oasis en el desierto de Judea; sus palmeras, además del fruto, absorben la sal del suelo y preparan el terreno para otros cultivos. En su mercado probé dátiles y naranjas diminutas que se comen de un bocado, con piel y todo, y ahí vimos el sicomoro al que trepó Zaqueo para contemplar el paso de Jesús.

En su huida de Egipto, al frente del pueblo judío, llegó Moisés al monte Nebo, y murió al divisar por fin la Tierra Prometida (entre Jericó y Jerusalén hay poco más de media hora en coche, y más de mil metros de desnivel); su siervo Josué tomó el mando, atravesó el Jordán y llegó a Jericó, cuyas murallas derribaron los sacerdotes con el sonido de siete trompetas. Jesús llegaría 1.200 años después.

El escarpado monte de las Tentaciones domina Jericó, donde Jesús ayunó.

-Si todo lo puedes, convierte estas piedras en pan -Lo tentó el demonio.

A ver las piedras subimos también de rodillas (en teleférico). Y entramos en el monasterio ortodoxo labrado en la roca. No vi al diablo, salvo que fuera el abismo; ni a Jesús, salvo que fuera aquel cable del teleférico, que unía cielos y tierra.

No retorno

Cerca de Jericó está el punto del no retorno del Jordán, donde los peces han de tomar la decisión de regresar aguas arriba o de bajar un poco más y terminar en salazón en el mar Muerto. Nosotros no regresamos, que dé la vuelta el que tenga cansancio del camino, como decía el poema de Luis Cernuda. Al Muerto fuimos, a las grutas de Qumrán, donde, bien conservados, y no precisamente en salazón, se descubrieron 800 manuscritos de la Biblia, en hebreo y arameo.

Luego subimos a Betania, donde la resurrección de Lázaro, zona palestina, de mayoría musulmana, llena de mezquitas.

Iglesia del eco

Ya en Jerusalén, que recorrimos desde la puerta de Damasco hasta la de Sión, desde la de los Leones hasta la de Jaffa, iríamos al Cenáculo y la «estancia superior», donde Jesús celebró la Última Cena y nació la Iglesia cristiana. Antes habíamos pasado por Getsemaní (significa «almazara»), el huerto de los Olivos, que conserva ejemplares de dos mil años, la capilla Dominus Flevit, que conmemora el llanto de Jesús sobre Jerusalén, y subiríamos hasta la iglesia del Padrenuestro, que colecciona esta oración en cientos de idiomas, incluido el asturiano:

«Padre Nuesu, que tas en Cielu, santificáu seya'l to nome...».

Magnífica la perspectiva de la ciudad, con la puerta de David en primer término, o puerta de la Misericordia. De acuerdo con la tradición judía, por ella entrará el Mesías en Jerusalén, a pesar de que la tapiaron los musulmanes.

Visitamos la casa de Caifás, bajamos a las mazmorras del Sanedrín y entramos en Gallicantu, donde Pedro negó tres veces a Jesús:

-Non novi illum («No le conozco»).

También di cabezazos, tocada mi coronilla con la kipá, contra el Muro de las Lamentaciones, hasta la salida de la Luna llena.

-Salam alaykum -decíamos muy educados.

-Alaykum salam.

Donde más me sorprendí fue, pasada la puerta de los Leones, en la iglesia de Santa Ana; en ese lugar se cree nació María. Uno de los pocos templos que se libraron de la destrucción de Saladino. El sultán, maravillado por la impresionante acústica, ¡casi nueve segundos de eco!, lo dedicó a escuela coránica, hoy custodiado por los Padres Blancos. Bajo su cúpula, acompañado por la soprano Raquel Gutiérrez, de Bimenes, y confundido por un coro tardón, que era yo mismo, canté a la Virgen de Covadonga, «Bendita la Reina de nuestra montaña» (conservo la grabación), himno que el eco asombroso llevó hasta el cercano monte Moria, donde Salomón construyó el templo que lloran los judíos y donde Mahoma ascendió a los cielos a lomos de Buraq.

Con la cruz a cuestas

De madrugada dejamos el Pontifical Institute Notre Dame of Jerusalén, donde nos alojábamos, al lado de la muralla, junto a la puerta Nueva. Una noche le pregunté a Rodrigo, chef de La Rôtísserie, si sus clientes comían cerdo.

-La mayoría, sí -me dijo-. Con el jamón se peca; luego, se pide perdón.

Al día siguiente, para hacer honor al eslogan del hotel, «Walk where He walked», recorrimos la Vía Dolorosa.

Partimos del monasterio de la Flagelación.

-Sabaj al jair («buenos días»).

Yo cargué con la cruz durante un par de estaciones, la once y doce, donde Cristo es clavado y muere. Subimos por animadísimas callejas angostas y escalonadas, con tenderetes a ambos lados.

-Marhaba («hola»).

-Habibi («mi amado»).

Respiramos el aroma de za'atar, ajedrea, orégano, hisopo, comino, hinojo... y rechazamos ofertas de alfombras, bragas y sostenes, zapatillas, candelabros de siete brazos, la Menorá, que representa los arbustos en llamas que vio Moisés en el monte Sinaí, y de nueve brazos, la Januquiá del templo de Salomón...

Al padre Arturo seguimos hacia el Calvario, hasta tocar la roca del Gólgota.

Unos días antes habíamos entrado en la basílica del Santo Sepulcro y en la mismísima cripta, de menos de seis metros cuadrados útiles (quizá la palabra «útiles» se quede corta), permanecimos media hora, después de laudes y antes de prima. El padre Arturo dijo misa allí dentro, para los siete que éramos, ocho con él, y pedimos por el patriarca de Jerusalén, Fuad Twal.

Bolígrafo

Si tuviera que elegir el momento más emotivo del viaje, quizá resultado de todo el recorrido anterior, o el peregrinaje de toda una vida, me quedaría con el regalo que el día de Reyes encontré a la hora de cenar en el refectorio del hotel, sobre mi plato hondo; un bolígrafo y una nota: «A ti, Pepe, para que, como los Evangelistas, sea éste tu instrumento con el que llevar una buena noticia a aquellos que viven sin esperanza».